Columna

Cuando los pocos nos dañan a todos

Vivimos en una sociedad tecnológicamente desarrollada. Esto significa, entre otras cosas, que nuestra vida cotidiana se teje dentro de una densa red de interdependencias. Un fallo en un eslabón puede acabar provocando un tsunami en todo el sistema. Sobre todo si ese eslabón es uno de los nodos clave que lo gobiernan. Puede ser la generación o transmisión de energía, la regulación de todo tipo de tráfico o, como hemos experimentado recientemente, el sistema financiero. A mayor complejidad tecnológica, mayor interdependencia y, por tanto, mayores riesgos.

Con esa capacidad que tene...

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Vivimos en una sociedad tecnológicamente desarrollada. Esto significa, entre otras cosas, que nuestra vida cotidiana se teje dentro de una densa red de interdependencias. Un fallo en un eslabón puede acabar provocando un tsunami en todo el sistema. Sobre todo si ese eslabón es uno de los nodos clave que lo gobiernan. Puede ser la generación o transmisión de energía, la regulación de todo tipo de tráfico o, como hemos experimentado recientemente, el sistema financiero. A mayor complejidad tecnológica, mayor interdependencia y, por tanto, mayores riesgos.

Con esa capacidad que tenemos los humanos para adaptarnos al medio, hemos aprendido a convivir con ellos y, mal que bien, sobrellevamos los muchos fallos que a veces se provocan. Desde el apagón de luz que colapsa el tráfico hasta una puntual caída de la red informática. Somos también enormemente pacientes cuando alguna situación de fuerza mayor provoca estragos en el frágil equilibrio que sostiene este entramado de interdependencias cruzadas. Pero los fallos reiterados, sean cuales sean las causas, nos resultan inadmisibles. Sencillamente porque denotan un error de planificación o gestión y permiten imputar responsabilidad política a quienes han asumido la tarea de velar por su buen funcionamiento.

Blindados por sindicatos aristocráticos, [los pilotos] hecen prevalecer sus intereses sobre los de todos

Lo interesante es que no es menos enmarañada la red de responsables que deben rendir cuentas por el funcionamiento de algunos de estos nodos cruciales. Sobre el complejo diseño de intersecciones funcionales se proyecta también una complicada estructura político-administrativa que no siempre es transparente (véase el caso del reciente caos de Madrid). Con el agravante, además -y éste es un dato decisivo-, de que ciertos colectivos o empresas ejercen una actividad crítica para la estabilidad del sistema y aun así consiguen eludir su responsabilidad cuando las cosas van mal. En otras palabras: quien gestiona sectores decisivos de nuestra vida social no son sólo nuestros responsables políticos, y la responsabilidad de éstos por lo que hacen aquéllos no siempre es meridiana. Más claro. ¿Es responsable el Ministerio de Fomento por la huelga, encubierta o no, de los pilotos de Iberia o de los controladores aéreos? Si, como parece el caso, estos "trabajadores" no están excluidos del derecho de huelga, ¿quién nos defiende entonces frente a quienes tienen la capacidad de subvertir funciones cruciales para la vida de todos?

Una de las experiencias más frustrantes de la reciente crisis económica es que sus responsables últimos, los codiciosos gestores del sistema financiero, se han ido de rositas. Los pocos privilegiados nos han hecho un descosido de tamaño monumental y, paradójicamente, no sólo no les hemos imputado nada, sino que encima les hemos inundado con dinero público para que al final no acabemos todos peor. Eso sí que es interdependencia, perversa en este caso.

Con todo, en el complejo mundo gobernado por el mercado existe al menos un sistema de compensaciones que, aunque injustas, sigue reglas claras. Muchos de los privilegiados lo son porque ejercen funciones imprescindibles a la hora de generar valor económico e innovación tecnológica. En el mundo de hoy ese grupo lo integran aquellos a quienes Robert Reich califica como trabajadores o "analistas simbólicos". De él forman parte los más capaces a la hora de identificar y resolver problemas complejos, así como de innovar introduciendo valor añadido a lo ya conocido. Altos sueldos, pero también alta cualificación y, sobre todo, la requerida para el ejercicio de las funciones clave del sistema productivo. Suelen ser, además, difícilmente reemplazables.

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El grupo que aquí nos interesa, sin embargo, es el de aquellos que ocupan funciones decisivas por integrarse en algunos de los nodos a los que nos referíamos arriba. Es el caso de los controladores y los pilotos. La indudable responsabilidad de su trabajo puede justificar en gran medida sus altos salarios, pero no su formación, que es equiparable a la de cualquier otro titulado superior -muchos de los cuales, por cierto, tienen tanta o más responsabilidad que no se ve reflejada salarial-mente-. Y, siento decirlo, son perfectamente reemplazables -¡que se lo digan a R. Reagan!-. Blindados por sindicatos aristocráticos, generalmente hacen prevalecer sus intereses por encima de los intereses de todos.

No quiero decir con esto que fueran los responsables únicos y directos del caos de Barajas, ni que haya que privarles de sus derechos laborales, pero su huelga -o pseudo-huelga- ha hecho ya el suficiente daño a los usuarios y a la imagen exterior de España como para que sea necesario introducir una reflexión sobre cómo encajarlos en el sistema general de exigencia de responsabilidades.

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