Reportaje:PURO TEATRO

'Lipsynch' me convierte en bola de millón

La obra íntegra de Robert Lepage dura casi nueve horas, pero encandila al espectador de forma inevitable. Nueve personajes, enlazados como en una ronda, desgranan unas historias que son como figuras de un caleidoscopio

Vale, de acuerdo, Lipsynch no es tan redondo como Les sept rivages de la rivière Ota ni La trilogie des Dragons, y desde luego que algunos tajos no le vendrían mal, pero como dice un amigo "los espectáculos de Robert Lepage no pasan, te pasan". Vi la versión íntegra, nueve horas (bueno, ocho horas y media, con cinco intermedios incluidos) el domingo pasado, regalazo del Festival de Otoño en el Teatro de Madrid, y me sentí y todavía me siento como una bola de máquina de millón, deslumbrado, zarandeado, golpeado, propulsado en constantes direcciones imprevistas, y con...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Vale, de acuerdo, Lipsynch no es tan redondo como Les sept rivages de la rivière Ota ni La trilogie des Dragons, y desde luego que algunos tajos no le vendrían mal, pero como dice un amigo "los espectáculos de Robert Lepage no pasan, te pasan". Vi la versión íntegra, nueve horas (bueno, ocho horas y media, con cinco intermedios incluidos) el domingo pasado, regalazo del Festival de Otoño en el Teatro de Madrid, y me sentí y todavía me siento como una bola de máquina de millón, deslumbrado, zarandeado, golpeado, propulsado en constantes direcciones imprevistas, y contando: partida, partida, partida. Lipsynch es la abreviatura inglesa de "sincronización labial", un término que se aplica al doblaje, al play back y hasta al karaoke. El texto, creado por Lepage y su grupo de portentosos intérpretes, apura todas las posibilidades imaginables del concepto central hasta convertirlo en apasionante materia narrativa y dramática: los protagonistas de esta saga caleidoscópica a la manera de su tocayo Altman son cantantes, actores, dobladores, lectores de labios y un largo etcétera, unidos por la búsqueda de la voz propia o de las voces perdidas. Nueve personajes, enlazados como en una ronda. En el primer episodio reencontramos a Ada Weber, la soprano (¿recuerdan?) de Les sept rivages, interpretado por la misma actriz de entonces, Rebecca Blankenship, que irrumpe en escena desgranando el impresionante Song of Sorrows de Gorecki. El relato, pura prestidigitación, cubre veinte años en menos de una hora. De la ópera de Francfort saltamos a un vuelo nocturno a Montreal, donde muere una joven madre en una inquietante escena muda. Ada adopta al niño, Jeremy (Rick Miller), al que veremos crecer en tres elipsis (un autocar, un vagón de tren, el ferry a Dover) y convertirse en un tenor superdotado que abandona su carrera y a su madre adoptiva para estudiar cine en San Francisco. No les resumiré todas las historias que desfilan, a ritmo vertiginoso, en ese tramo introductorio, pero sí su bellísimo remate onírico, que te clava en la butaca: Jeremy viaja hacia su nueva vida, hacia su nueva voz, y canta el aria inicial de Gorecki recortado por la ventanilla del avión, bajo un cielo de tormenta, a dúo con Ada, flotando entre nubes, alejándose, mientras el fantasma de Lupe (Nuria García), la madre que no conoció, avanza hacia él como una funambulista por el lomo del jet. Hay que tener muchas narices, señores, para resolver una escena como ésa sin que la máquina marque falta. El segundo capítulo está centrado en Thomas (Hans Piesbergen), neurocirujano y amante de Ada, que ha de operar a Marie (Fréderike Bedard), una cantante de jazz, víctima de un tumor cerebral: perderá la memoria lejana y perderá el habla pero no la voz. Highlight: cuando la víspera de su intervención canta ante ellos en un club del Soho, con todo su dolor y toda su rabia, una versión aullada y susurrada de April in Paris. A las dos horas, el tercer episodio presenta a un personaje sorprendentemente lateral, Sarah Briggs (Sarah Kemp), una ex prostituta que cree reconocer en un estudio radiofónico a Tony (de nuevo Rick Miller), su hermano desaparecido, ahora convertido en locutor con una voz y un acento totalmente nuevos. El cuarto episodio, casi un homenaje a La noche americana y el mundo de Almodóvar, se desarrolla en el caótico plató donde Jeremy rueda una película sobre su madre muerta y se enamora, cómo no, de la protagonista, una zorresca actriz española (de nuevo Nuria García). Highlight: la premonitoria (y divertidísima) cena de inicio de rodaje, un histérico pero muy pautado babel donde cada uno habla en un idioma diferente. En el quinto volvemos a encontrar a Marie, que poco a poco ha recuperado la voz pero no sus recuerdos de infancia. Trabaja como dobladora de la película de Jeremy y acude a una sordomuda que sabe leer los labios (de nuevo Sarah Kemp) para atrapar las palabras de su padre en una vieja película de súper 8. Ya en el ecuador de la función, comienzan a crecer los presuntos secundarios, como el inspector Jackson (John Cobb), que atraviesa, a caballo entre la comedia y el thriller, el sexto capítulo, perdido en un Londres multilingüe, conduciendo un coche que le habla en francés, como su fugitiva esposa, tras la pista del misterioso suicidio del locutor Tony Briggs con la ayuda de un Holmes femenino (otro fabuloso personaje, a cargo de Rebecca Blankenship) capaz de adivinar la biografía de cualquier persona a partir de las entonaciones de su voz. El séptimo episodio, una descastada farsa negra con cadáver pedómano en un Tenerife casi siciliano, guiada por Sebastián (el actor canario Carlos Belda), "director de risas" en programas televisivos, es un patinazo enteramente prescindible. Tras esa inexplicable caída en el abismo, Lipsynch vuelve a elevarse hasta alturas siderales con el episodio de Michelle (Lise Castonguay), la hermana esquizofrénica de Marie. La entrega es una obra maestra en sí misma, una sinfonía dividida en cinco segmentos de intensidad creciente: durante una tormenta de nieve, donde todo parece flotar en el vacío, Michelle recibe la visita de sus demonios, aterradoras sombras negras tras un plafón blanco, en su habitación de hospital; retorna a su antigua librería donde siguen cercándola en la noche (vemos la escena dos veces: muda y desde el punto de vista de los monstruos; hablada y desde el lado de la calma); recibe la visita de su hermana (que, sorpresa, va a casarse con Thomas) y recupera al fin la cordura y la voz artística en una humilde y gigantesca velada poética.

Lepage y sus portentosos intérpretes apuran todas las posibilidades del concepto central hasta convertirlo en apasionante materia dramática

Todos los cabos se anudan en el último capítulo, donde conoceremos al fin la salvaje ordalía de Lupe (muy en la línea de Promesas del Este) a través de un diario en vídeo y, en clave de melodrama sublime, se revelarán paternidades secretas y vínculos futuros. Dos poderosas imágenes finales para el recuerdo: el diluvio de manos masculinas proyectadas sobre el cuerpo de la muchacha violada, y la Pietá inversa, con Jeremy sosteniendo en sus brazos el cadáver de su madre niña. ¡Partida, partidón, partidaza!

Archivado En