El exmilitar convertido en “depredador humano” que mataba por placer

El psicópata Alfredo Galán, uno de los más famosos asesinos en serie de España, asesinó a seis personas entre enero y marzo de 2003. Dejaba una carta de la baraja junto a los cadáveres de sus víctimas

Alfredo Galán a su salida de las dependencias policiales de Puertollano en dirección a Madrid, en 2003.

Un día de verano, cuando se había convertido ya en el asesino en serie más buscado de España, Alfredo Galán cogió el metro. Por entonces había matado a seis personas de un tiro en la cabeza después de haber obligado a muchos a arrodillarse delante de él, la televisión hablaba constantemente de su caso, de sus cartas de la baraja dejadas al lado de los cadáveres como firmas, de sus manías, de los testigos que le habían visto... Se especulaba sobre dónde vivía, dónde se ocultaba, cuándo y en qué lugar volvería a matar, qué tipo de mente enferma podía actuar de esa forma. Se habían hecho públicos...

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Un día de verano, cuando se había convertido ya en el asesino en serie más buscado de España, Alfredo Galán cogió el metro. Por entonces había matado a seis personas de un tiro en la cabeza después de haber obligado a muchos a arrodillarse delante de él, la televisión hablaba constantemente de su caso, de sus cartas de la baraja dejadas al lado de los cadáveres como firmas, de sus manías, de los testigos que le habían visto... Se especulaba sobre dónde vivía, dónde se ocultaba, cuándo y en qué lugar volvería a matar, qué tipo de mente enferma podía actuar de esa forma. Se habían hecho públicos, incluso, dos retratos robots, uno con gafas y otro sin ellas, con cierto parecido real.

Ese día de verano, Galán se montó en el metro. A su lado viajaban dos chicas que, de pura casualidad, se pusieron a hablar de él, del asesino del naipe, sin sospechar que lo tenían al lado y que las escuchaba. Fue el único momento, al oírse en boca de dos personas ajenas, en que este psicópata de 26 años al que los psicólogos han descrito como un "depredador humano", que mataba por puro placer, sintió algo lejanamente parecido al arrepentimiento o, al menos, cierta conmoción interna por lo que había hecho y pensaba seguir haciendo. Mientras escuchaba a las chicas se dijo a sí mismo:

— Hay que tener cuidado con la gente que va contigo en el metro. Puedes estar al lado de un asesino y no saberlo.

Un depredador humano es alguien que de golpe y compulsivamente decide salir de caza en busca de una víctima. Exactamente eso es lo que hacía Galán dentro de su coche la mañana del primer asesinato, el 24 de enero de 2004.

"Dejé de matar porque ya hacía calor y no podía ir por ahí con la pistola y los guantes; volvería otra vez en otoño"

Esa mañana conducía buscando al tuntún a alguien al que asesinar de un tiro después de haberle entrado ganas (así decía él: "ganas") mientras veía la televisión. Nunca ha explicado por qué, de entre los cientos de personas con los que se cruzó a las 11.30 por el barrio de Chamberí, se decidió por una mujer empleada de Correos que iba de portal en portal, con un carrito, dejando cartas. Aparcó el coche, se puso unos guantes, la siguió. Pero justo cuando se disponía a matarla cambió de opinión, debido a que intuyó alguna dificultad de última hora. Así que entró en uno de esos portales en los que la mujer había estado (el azar quiso que fuera el número 89 de la calle de Alonso Cano) y allí descubrió al portero, Juan Francisco Ledesma, y a su hijo de dos años. Al primero le hizo arrodillarse de cara a la pared y le descerrajó un tiro en la nuca. Al segundo lo dejó sentado, llorando, al lado del charco de sangre sobre el que agonizaba su padre.

A primera vista, la policía pensó en un ajuste de cuentas. Pero después comprobó que se las veía con un crimen inexplicable sin aparente móvil (la vida de Ledesma era la de alguien perfectamente normal, sin deudas ni antecedentes) y una única prueba insuficiente: un casquillo de bala.

Galán tardó casi quince días en sentir la misma pulsión cazadora. Como había leído en los periódicos lo del casquillo, esta vez envolvió la pistola —una Tokarev del calibre 7,62— con una redecilla de las que se usan para embalar cebollas a fin de no dejar pruebas. Fue a las tres de la mañana, cerca del aeropuerto de Barajas, en una parada de autobús. La víctima, un limpiador del aeropuerto que acababa de terminar su turno, vio venir hacia él a Galán, que le disparó un tiro en la cabeza que acabó con su vida en ese momento y lo dejó para siempre sentado debajo de la marquesina del autobús. Galán volvió a su casa, se encerró en ella y se acostó.

Hizo arrodillarse a Juan Francisco Ledesma y le descerrajó un tiro en la nuca en presencia de su hijo de dos años

Horas después, a las cuatro de la tarde, despertó con la misma ansia, se puso unos pantalones vaqueros, los guantes, una sudadera que cerró hasta el cuello y unas gafas de sol y se dirigió con la pistola envuelta en la misma malla de las cebollas a un bar de la misma ciudad en que vivía, Alcalá de Henares. Entró. Se dirigió a un chico más joven que él, hijo de la dueña, que detrás de la barra dibujaba un boceto de grafiti en un papel. Hizo girar la pistola como hacen los niños cuando juegan a vaqueros del Oeste. Sonrió al chico. Le voló la cabeza de un disparo. Al momento se dio la vuelta y encaró a las otras dos personas que se encontraban en el bar: la propietaria y una clienta. A esta la mató en el acto. La dueña, Teresa Sánchez, se tiró al suelo y huyó gateando hacia el almacén trasero: en su huida, mientras se arrastraba, recibió tres balazos, uno en un brazo, otro en una pierna y un tercero en la espalda que la dejaron inconsciente. Galán pensó que la había matado. Eso la salvó.

Al día siguiente vio en la prensa y en la televisión la noticia de sus dos crímenes. Nadie los relacionaba. Tampoco con el del portero de Chamberí. Pero se enteró de algo que le interesó aún más: a los pies del cadáver de la parada del autobús había sido encontrado un as de copas de una baraja española. La policía, desconcertada en un principio, pensó que tal vez fuera un mensaje del asesino, una especie de signo, la marca de una supuesta banda relacionada con el juego al que el limpiador debía dinero. La única persona que sabía que esa carta estaba ahí por casualidad, que probablemente la había empujado el viento y que, en cualquier caso, se encontraba allí cuando él llegó aunque no reparara en ella, era Alfredo Galán. Pero el detalle le gustó. Mucho. Se prometió desde entonces dejar esa firma al lado de los futuros cadáveres. Acababa de nacer el asesino del naipe.

¿Quién se escondía detrás de ese nombre? Nació en Puertollano, tiene cinco hermanos. Su madre murió cuando contaba ocho años. Esta muerte le transformó: pasó de ser un niño mimado, simpático y extravertido, a otro diferente, serio, que jamás contaba nada de lo que le pasaba. No terminó la ESO. Nunca tuvo novia. Hasta los 15 años, lo que más le gustaba de la televisión eran los dibujos animados. A los 17 comenzó a tomar alcohol cuando salía, "hasta llegar al puntillo", según sus palabras. A los 20 se hizo militar, se sacó el curso de conductor, fue destinado a Bosnia dos veces. A su vuelta, cuando pensaba que le darían unos días de permiso, le enviaron a Galicia, a limpiar playas del chapapote arrojado por el Prestige. Allí se enfrentó con una voluntaria, posteriormente con un mando de su compañía. Pensó en desertar, sacó 2.000 euros, arrugó los billetes hasta convertirlos en pelotas, se fue a beber, volvió al cuartel tras obligar a una mujer a bajarse de su coche para dejárselo a él después de romperle el cristal con una piedra.

El ex militar Alfredo Galán Sotillo a su llegada a los Juzgados de Puertollano (Ciudad Real), en 2003.EFE

Fue trasladado a Madrid en un autobús custodiado por un policía militar e ingresado en el hospital. Pidió la baja definitiva. A los pocos meses comenzaba a trabajar en Madrid como vigilante jurado en Prosegur. Su estado psíquico se despeñaba: esa Nochebuena, un mes antes de convertirse en asesino, apareció en la casa familiar de Puertollano con una pistola al cinto que había traído de Bosnia. En enero se fue a un hotel de Córdoba porque quería estar solo. Días después, ya en Madrid, mientras veía la tele, sintió un compulsivo deseo de matar y se fue en coche al barrio de Chamberí y se fijó en una mujer empleada de Correos...

Tras el asesinato del limpiador del aeropuerto y del crimen del bar Rojas, Galán dejó pasar un mes para acercarse, a las tres de la madrugada, a una pareja de novios en un portal de una avenida desierta de Tres Cantos. Primero disparó al hombre: la bala le entró por la mejilla y le salió por la boca, aunque no lo mató. Después apuntó a la mujer, pero se le encasquilló el arma. Galán se dio a la fuga ante los gritos espeluznantes de la mujer aterrada en medio de la noche. Antes se tomó su tiempo para inclinarse y colocar un naipe del as de copas al lado de lo que él creía un cadáver ensangrentado. Quince días más tarde mataba a otra pareja en un paseo desértico de Arganda: el tres y el cuatro de copas.

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Las alarmas se dispararon. Todos los telediarios hablaban del asesino del naipe. Se extendió una psicosis colectiva en Madrid. Mientras, el grupo de Homicidios de la Brigada Provincial, todavía noqueado por el hecho de enfrentarse a un verdadero asesino en serie, empezaba a hilar cabos. La por entonces inspectora jefe de este grupo recibió la llamada de un compañero que le aseguraba que las pruebas de balística confirmaban que la misma arma se encontraba no solo detrás de los crímenes de las cartas, sino también en los del portero de Chamberí y del tiroteo del bar. Descubrieron que las cartas depositadas por el asesino (no así la primera) contenían a su vez una marca: un punto hecho en el dorso con bolígrafo azul. Se distribuyeron los retratos robots. Galán, que seguía de guardia jurado, pegó uno de ellos en su lugar de trabajo, junto al cartel de etarras más buscados.

Los policías intensificaron las investigaciones, las preguntas, elaboraron listas de exmilitares que hubieran estado en el extranjero debido a que descubrieron que la pistola utilizada era de origen yugoslavo. En una de esas listas figuraba Galán, al que más tarde o más pronto le habría tocado el turno de ser interrogado.

Inexplicablemente, los crímenes cesaron. Algunos aseguran que se debió a que Galán volvió a tomarse su medicación. Tres meses después, cuando la presión era algo menor y en la calle se hablaba menos del asesino en serie, Galán, en un rasgo de arrogancia suicida o de afán perverso de notoriedad y reconocimiento, entró algo borracho en la comisaría de su ciudad natal, Puertollano, y anunció que era el asesino del naipe. No le creyeron. Anduvo varias horas por la comisaría sin que nadie se tomara el trabajo de detenerlo. Los agentes de Puertollano llamaron a Madrid y la inspectora de Homicidios encargada del caso les aconsejó que le hicieran una pregunta que solo podía responder el verdadero asesino, porque ese dato no había salido nunca en ningún periódico:

— ¿Qué hay en el envés de las cartas?

Galán respondió que un punto hecho con un bolígrafo azul. La inspectora jefe pidió a sus compañeros que lo detuvieran de inmediato y se trasladó a Puertollano para interrogarle y conseguir más pruebas.

El asesino del naipe fue condenado. No saldrá de la cárcel hasta 2028. La inspectora jefe que lo apresó recuerda sobre todo la manera tranquila en que Galán se comía un bocadillo de chorizo mientras esperaban ambos en la comisaría de Puertollano su traslado a la cárcel. La mujer no pudo resistir hacerle dos preguntas:

— ¿Por qué dejaste de matar?

— Porque empezaba a hacer calor y no podía ir por ahí con la pistola y los guantes; tenía pensado volver a hacerlo en otoño.

— ¿Y por qué dejaste vivo al niño, al hijo del portero de la calle de Alonso Cano?

— Pues porque no me aportaba nada, respondió y le pegó otro mordisco al bocadillo.

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