Columna

El aura del ganador

De no ser por los truenos y rayos de una crisis económica internacional y doméstica de alcance, duración y consecuencias insuficientemente conocidas, el XXXVII Congreso del PSOE celebrado el pasado fin de semana habría sido una fiesta campestre para los vencedores de las elecciones del 9-M. Los rasgos más destacables de la convención fueron la confirmación del liderazgo de Zapatero, el ascenso de Blanco a la vicesecretaría del partido, el nombramiento de Leire Pajín como secretaria de Organización y la adopción de resoluciones sobre ampliación de derechos a la autonomía personal (testamento vi...

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De no ser por los truenos y rayos de una crisis económica internacional y doméstica de alcance, duración y consecuencias insuficientemente conocidas, el XXXVII Congreso del PSOE celebrado el pasado fin de semana habría sido una fiesta campestre para los vencedores de las elecciones del 9-M. Los rasgos más destacables de la convención fueron la confirmación del liderazgo de Zapatero, el ascenso de Blanco a la vicesecretaría del partido, el nombramiento de Leire Pajín como secretaria de Organización y la adopción de resoluciones sobre ampliación de derechos a la autonomía personal (testamento vital, cuidados paliativos y aborto), extensión del sufragio a los inmigrantes en las elecciones municipales y laicismo.

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Desde Max Weber se sabe que el liderazgo carismático de los reyes, profetas y caudillos de la antigüedad ha sido transferido en los sistemas democráticos a los jefes de los partidos que llevan a su séquito a la victoria. Aunque el actual secretario general del PSOE no haya conseguido todavía igualar los cuatro triunfos consecutivos (sólo le faltaron 300.000 votos para obtener el quinto) de Felipe González, los éxitos de 2004 y 2008 le han proporcionado la adhesión incondicional de aquellos militantes cuya principal aspiración es la ocupación de cargos públicos de elección popular o de libre designación política. El desmochamiento de los castillos nobiliarios autonómicos y el remozamiento del aparato del partido -atendiendo a criterios convergentes de edad, sexo y representación territorial- han reforzado el ascendiente directo de Zapatero sobre las bases del PSOE sin lealtades intermediadoras. La mala experiencia de la esclerotización sufrida por los socialistas durante los años noventa le ha servido de lección respecto al peligro de "morir de éxito" -como advirtió Felipe González- tras una larga etapa de poder. El XXXVII Congreso ha continuado la renovación de la élite del PSOE con una dureza e implacabilidad alejadas de la gratitud que las biografías políticas de algunos veteranos dirigentes merecería.

Las mociones congresuales han rescatado algunas propuestas abandonadas en el programa del PSOE de 2004 por temores electoralistas. El compromiso adquirido anteayer por el presidente Zapatero de que tales acuerdos de partido serán convertidos en actos del Estado a lo largo de la legislatura permite descartar la acusación según la cual esas resoluciones serían un mero gesto retórico compensatorio para contentar a la izquierda del PSOE. Sólo queda por elegir la ingeniería parlamentaria capaz de reunir las mayorías necesarias que puedan transformar en leyes esos propósitos.

El deseo de hacerse perdonar el vergonzoso apoyo dado por los eurodiputados socialistas españoles -salvo honrosas excepciones- a la atroz Directiva de Retorno, que permite encerrar durante 18 meses en campos de internamiento a los inmigrantes en situación administrativa irregular, tal vez motive la decisión de extender el derecho de sufragio a los extranjeros extracomunitarios en las elecciones municipales. No deberían surgir demasiados problemas. El Congreso aprobó en 2006 por unanimidad una proposición en ese sentido. En principio, el PP no parece oponerse. Y el artículo 13.2 de la Constitución acepta la ampliación por ley o por tratado del sufragio activo y pasivo de los extranjeros en los comicios locales si existe reciprocidad con los españoles en sus países de origen.

La resolución congresual en favor de la "desaparición progresiva de símbolos y liturgias religiosas en edificios públicos" es un tímido y corto paso hacia la consecución del Estado laico (o "no confesional", según el eufemismo al uso) que el artículo 16 de la Constitución consagra de forma vinculante. En paralelo, el Gobierno ha declarado su renuncia a revisar los desiguales Acuerdos de 1979 entre España y el Estado Vaticano. Esa cesión por anticipado es tan criticable como inútil: la Conferencia Episcopal pondrá el grito en el cielo -nunca mejor dicho- por la pérdida del más mínimo privilegio.

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La revisión de los tres supuestos despenalizadores de interrupción voluntaria del embarazo vigentes y la legalización del aborto durante las primeras semanas de embarazo encontrará la oposición cerrada y dramática de la Iglesia y del PP. La generalización para el ámbito estatal por las Cortes de las leyes llamadas de Testamento Vital ya aprobadas por varios Parlamentos autonómicos, validadoras de las declaraciones prestadas por personas en pleno uso de sus facultades respecto a su voluntad sobre la forma de morir, y la regulación de los cuidados paliativos para aliviar el dolor de los enfermos desahuciados suelen ser maliciosamente equiparadas con la eutanasia. Los socialistas reforzarían esa falsa interpretación en el caso de que dejasen entrever -para contentar a los insatisfechos- que esas propuestas, en sí mismas merecedoras de aplauso, son algo más que el reconocimiento del derecho de todas las personas -sean cuales sean sus creencias- a morir sin sufrimientos innecesarios.

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