Tribuna:

Manifiestos y automutilaciones

Sin duda, el rasgo más admirable del Manifiesto por la lengua común que, desde hace una docena de días, surca el ciberespacio y reina en determinados ambientes mediático-políticos, es la tenacidad de sus padres espirituales. No cabe calificar de otra manera -bueno, sí, también podríamos llamarlo contumacia- el hecho de que quienes en 1981 promovieron el llamado Manifiesto de los 2.300 contra la apenas anunciada normalización del catalán (Federico Jiménez Losantos, Amando de Miguel) estén hoy, 27 años después, entre los impulsores del nuevo alegato. Les acompaña en la cruzada un A...

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Sin duda, el rasgo más admirable del Manifiesto por la lengua común que, desde hace una docena de días, surca el ciberespacio y reina en determinados ambientes mediático-políticos, es la tenacidad de sus padres espirituales. No cabe calificar de otra manera -bueno, sí, también podríamos llamarlo contumacia- el hecho de que quienes en 1981 promovieron el llamado Manifiesto de los 2.300 contra la apenas anunciada normalización del catalán (Federico Jiménez Losantos, Amando de Miguel) estén hoy, 27 años después, entre los impulsores del nuevo alegato. Les acompaña en la cruzada un Alejo Vidal-Quadras que lleva casi dos décadas cultivando políticamente el imaginario conflicto lingüístico en Cataluña. Y figuran en lugares destacados del séquito los babélicos inspiradores, ya 10 años atrás, de manifiestos soi-disant bilingüistas. Aquellos que, alrededor de la supuesta persecución contra el castellano por parte de la Generalitat, montaron incluso un partido político; y, ahora que el juguete se les ha roto, vuelven incansablemente a la carga por la vía del "intoxica, que algo queda".

La filosofía de fondo es que aprender catalán es un acto de cortesía, mientras que conocer el castellano es una obligación

Archiprevisible en cuanto a los padrinos, el manifiesto lo es todavía más por el contenido. De un lado, el falaz mantra según el cual "son los ciudadanos quienes tienen derechos lingüísticos, no los territorios ni mucho menos las lenguas mismas. (...) Las lenguas no tienen el derecho de conseguir coactivamente hablantes ni a imponerse como prioritarias...". Ah, ¿no? Y entonces, ¿por qué existen en España más de un centenar de disposiciones legales de todo rango que imponen el castellano en múltiples ámbitos, desde el etiquetaje comercial hasta los prospectos farmacéuticos? La filosofía de fondo que inspira el texto de marras se puede sintetizar en muy pocas palabras: aprender o conocer el catalán, el euskera o el gallego -dice- es "un deseo encomiable", un acto de cortesía; el conocimiento del castellano, en cambio, es "una obligación". En esta diferencia de rango entre unas lenguas y la otra reside el meollo del asunto.

Por otra parte, y aun tratándose, según quienes la agitan, de una cuestión candente, difundida además por poderosos medios de comunicación y apoyada incluso por la cadena televisiva más vista en Cataluña, tampoco puede decirse que el número de adhesiones al manifiesto sea abrumador. Cualificadas sí lo son. Anteayer, tras 10 días de intensa campaña, se acercaban a las 90.000, descollando entre las últimas la del victorioso y cesante seleccionador español de fútbol, Luis Aragonés, y la del periodista deportivo José María García, también conocido por Butanito. Y bien, si tenemos en cuenta que sólo el partido de Rosa Díez, Unión, Progreso y Democracia (UPyD) -la sigla política más comprometida con esta operación-, obtuvo el pasado marzo en toda España 306.078 votos, podremos calibrar la magnitud del evento.

Sería bueno, pues, que desde el catalanismo transversal no confundiéramos los molinos de viento con gigantes. Y sería excelente que las aparatosas maniobras de ciertos adversarios no eclipsasen los tiros en el pie que a veces nos damos, las inexplicables mutilaciones que nos autoinfligimos. Les pondré un par de ejemplos.

Hace algunas semanas, el conjunto de las universidades del principado acordó que, en adelante, se exigiría a los profesores de nueva incorporación acreditar el nivel C de lengua catalana. La norma incluye buen número de excepciones y deja a cada universidad un amplio margen de discrecionalidad para aplicarla con sensatez. Además, quienes conocemos la enseñanza superior por dentro sabemos que ésta se halla a una distancia sideral de cualquier forma de monolingüismo en catalán. Sin embargo, dos universidades, la Autónoma de Barcelona y la Pompeu Fabra, creyeron necesario desmarcarse de aquel acuerdo y anunciar que no lo aplicarían, no fuera caso que se las tildase de provincianas o de excluyentes. Se trata de un simple gesto sin efectos prácticos, lo sé; pero de un gesto acomplejado, que hace suya la lógica de todos los manifiestos citados más arriba: por el mero hecho de defender y usar el catalán se nos presume localistas, cazurros y discriminadores, y es preciso que demostremos no serlo.

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Segundo ejemplo, también del mundo universitario. Como bien saben, éste se halla en plena digestión de las directivas de Bolonia, el llamado Espacio Europeo de Educación Superior, y entre otras cosas ello comporta la reforma de todos los planes de estudios, un proceso siempre complejo en el que suele florecer el "quítate tú para ponerme yo". Pues bien, en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB), que es desde hace casi cuatro décadas el centro de donde salen la mayor parte de los titulados en Periodismo de este país, ese proceso de reforma todavía en curso emite algunas señales inquietantes. A día de hoy, el borrador de nuevo plan de estudios excluye la historia de Cataluña siquiera como materia optativa, la elimina por completo. Es decir, si el error no se corrige, nuestros futuros periodistas se incorporarían a la profesión sabiendo, sobre la Revolución Industrial, el carlismo, la Semana Trágica o la Guerra Civil, aquello que buenamente recordasen del bachillerato, ni una palabra más.

Me consta que tanto el rectorado de la UAB como el decanato de la facultad citada son conscientes del problema y procurarán remediarlo. Hace falta que puedan. En todo caso, la cuestión es otra: ¿a alguien se le ocurriría suprimir del itinerario formativo de un periodista la redacción o el derecho de la información? No, claro que no. ¿Por qué, pues, puede tomarse en consideración siquiera como hipótesis suprimir la historia del propio país?

Seguiremos informando.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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