Cartas al director

El caro consejo de una juez

La presidencia del Tribunal Constitucional (TC) no es cualquier cosa. Es más, probablemente sea el cargo más importante que alguien pueda desempeñar en nuestro modelo de democracia. La democracia es el gobierno de la mayoría elegida por el pueblo, pero ni mucho menos es sólo eso. Esa mayoría no puede hacer lo que le venga en gana, tiene que ajustarse a lo establecido en la Constitución y a los derechos y libertades individuales en ella consagrados.

Y para garantizar tal cosa existe el Tribunal Constitucional, un órgano de carácter no democrático cuya principal función es la salvaguardia...

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La presidencia del Tribunal Constitucional (TC) no es cualquier cosa. Es más, probablemente sea el cargo más importante que alguien pueda desempeñar en nuestro modelo de democracia. La democracia es el gobierno de la mayoría elegida por el pueblo, pero ni mucho menos es sólo eso. Esa mayoría no puede hacer lo que le venga en gana, tiene que ajustarse a lo establecido en la Constitución y a los derechos y libertades individuales en ella consagrados.

Y para garantizar tal cosa existe el Tribunal Constitucional, un órgano de carácter no democrático cuya principal función es la salvaguardia de la democracia. Uno de los principales filósofos del derecho vivo, Ronald Dworkin lo explica perfectamente en su último libro (La democracia posible) cuando dice: "Consagramos libertades fundamentales en nuestra Constitución, y concedemos a los jueces el poder de imponer esos derechos incluso en contra de la voluntad mayoritaria". Por eso es tan importante el TC, porque puede echar para atrás lo que la mayoría del pueblo, a través de sus representantes, ha decidido. Constituye, por tanto, un pilar fundamental de la democracia que actúa como contrapeso al gobierno de la mayoría, y es por ello que sus miembros, y aún más su presidenta, deben tener un comportamiento absolutamente irreprochable. No ya sólo porque sea una exigencia democrática, sino por dignidad personal.

Resulta inadmisible (al margen de que, lógicamente, no constituya un delito) la conversación que ha salido a la luz pública de la presidenta del TC. Y aunque en esa conversación no hubiera dicho "si alguna vez recurre en amparo, pues ya me vuelve a llamar", seguiría siendo igual de inadmisible, ya que una presidenta del TC no está para dar consejos ni para asesorar a nadie (ni conocido ni desconocido), está, única y exclusivamente, para ser presidenta del TC y si no le gusta, que no lo sea.

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Es increíble que a estas alturas todavía no haya presentado su dimisión, y resulta aún más increíble que se le defienda desde algunos sectores de la izquierda, porque lo que jamás hubiéramos defendido para Roberto García Calvo no lo podemos defender para nadie.

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