Columna

Querellas de familia

La crisis del Partido Popular se asemeja, día a día, a un conflicto de una gran familia de extenso árbol. El padre decidió entregar su fortuna al hijo favorito, que no era, en este caso, el primogénito. Durante cuatro años, por su propia inseguridad y por una cierta pereza estructural por la pelea, el heredero vivió intimidado por los hermanos, los parientes y algunos muñidores externos del negocio familiar, que querían compartir la fortuna. El heredero no fue capaz de obtener réditos suficientes del capital recibido como para alcanzar la victoria. El día en que se confirmó el fracaso, cuando ...

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La crisis del Partido Popular se asemeja, día a día, a un conflicto de una gran familia de extenso árbol. El padre decidió entregar su fortuna al hijo favorito, que no era, en este caso, el primogénito. Durante cuatro años, por su propia inseguridad y por una cierta pereza estructural por la pelea, el heredero vivió intimidado por los hermanos, los parientes y algunos muñidores externos del negocio familiar, que querían compartir la fortuna. El heredero no fue capaz de obtener réditos suficientes del capital recibido como para alcanzar la victoria. El día en que se confirmó el fracaso, cuando algunos hermanos creían que era el momento de abalanzarse sobre el patrimonio, el heredero, presa del síndrome que convierte la pérdida de autoestima en necesidad de venganza, es decir, de cargar la culpa de la derrota a los demás, decidió continuar controlando la familia, prescindiendo de quienes le tuvieron rodeado durante cuatro años. Y así se produjeron extrañas alianzas entre hermanos en su contra. Por fin emancipado, el heredero ha visto cómo hasta el padre se decantaba del lado de sus hermanos. Y se ha sentido liberado.

La crisis del PP se asemeja, día a día, a un conflicto de una gran familia de extenso árbol

Pero el padre guarda autoridad e influencia sobre los que perdieron la herencia y ahora ven la posibilidad de recuperarla. Una de las hijas predilectas sacrifica su figura en el altar de los principios, dando dimensión trágica al desencuentro doméstico. La pelea alcanza a todos los niveles de la familia: nietos, sobrinos y parientes lejanos incluidos. El heredero, solitario e inseguro, se rodea de incondicionales cuyo valor está por demostrar. Y deja su suerte en manos de los parientes regionales, los que optaron por hacer fortuna lejos de la casa de los ancestros y han cultivado con tesón su propia familia en las tierras periféricas de misión.

Probablemente, la verdad de la pelea se entendería mejor si supiéramos de dónde salen los dineros que permiten que la familia sea una potente institución capaz de gobernar España. Y quizás también entenderíamos mejor por qué la liberal dueña de la casa de los madriles confía a los señores obispos el alimento espiritual de los habitantes de sus tierras y condominios. Pero no es elegante hablar de dineros en público cuando la familia se pelea. Las querellas se revisten de debate ideológico. Y así se prepara la gran reunión en que la familia debería de ser capaz de retornar a la normalidad. Aunque son conocidos los efectos devastadores de la psicología de las pequeñas diferencias familiares, es propio de las buenas familias saber guardar las formas.

Para dar empaque y trascendencia a la discusión se apela a los dioses eternos: la patria. La querella estaría, por tanto, entre aquellos que quieren defender a la sagrada patria, puesta en peligro por la familia rival, que ocupa en estos momentos los palacios de poder; y aquellos que no aciertan a ver la patria en peligro y querrían buscar alianzas con familias adoradoras de otros ancestros para sacar de palacio a aquellos plebeyos que lo están ocupando indebidamente, porque sólo pueden alcanzar el poder por despecho. Al principio, la querella parecía un espectáculo de mimo, en que sólo se oían las voces del coro mediático que llenaba la sala de decibelios. El heredero luchaba mudo contra unos espectros que dejaban señales equívocas y desaparecían rápidamente. Después empezó el desfile de los héroes y de los traidores, debidamente entronizados en crónicas de cariz claramente intimidador.

Los defensores de la patria, encabezados por un veterano azote de infieles venido de Europa, proponen que la familia promueva la eliminación de la palabra nacionalidades de los textos legales que regulan la vida pública. Un magnífico ejercicio de idealismo jurídico que explica muy bien lo que le ocurre a una familia cuando se queda atrapada en el pequeño mundo de las querellas domésticas: de tanto mirar adentro, no ven lo que ocurre fuera. Dice la historia que todos los que creyeron que las sociedades podían ser modeladas a su antojo mediante la ley acabaron en grandes tragedias. Porque la palabra nacionalidad desaparezca de las reglas comunes, algunas familias de las periferias marítimas no dejarán de pensar que su tierra es una nación.

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Pero con esta retórica se pretende convencer a la gente común de que se pelea por ideas y valores y no por el poder y el dinero. El resultado de la gran reunión de familia dependerá de esta cuestión: ¿sigue el padre teniendo la plena autoridad sobre el partido o el heredero emancipado, gracias a la lealtad de los barones de reinos periféricos, está en condiciones de disponer de la última palabra?

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