Crónica:LA CRÓNICA

Las cenizas de Terenci

Poco ha cambiado el lugar en el que hace tres años esparcimos las cenizas de Terenci. El muelle de las barcas de pesca del restaurante Fish Market de Alejandría sigue presentando el mismo aspecto arruinado, sucio y cutre, aunque redimido por su situación privilegiada (la bahía con más historia del mundo) y la belleza fugaz con que, como una antorcha, lo incendia cada crepúsculo. En aquella ocasión, cuando el grupo funerario-festivo (se trataba de Terenci al fin) fue lanzando al mar a puñados al amigo, entre risas, lágrimas y poemas de Cavafis, era diciembre y la luz caía mucho más deprisa. Est...

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Poco ha cambiado el lugar en el que hace tres años esparcimos las cenizas de Terenci. El muelle de las barcas de pesca del restaurante Fish Market de Alejandría sigue presentando el mismo aspecto arruinado, sucio y cutre, aunque redimido por su situación privilegiada (la bahía con más historia del mundo) y la belleza fugaz con que, como una antorcha, lo incendia cada crepúsculo. En aquella ocasión, cuando el grupo funerario-festivo (se trataba de Terenci al fin) fue lanzando al mar a puñados al amigo, entre risas, lágrimas y poemas de Cavafis, era diciembre y la luz caía mucho más deprisa. Esta vez, anteayer, la puesta de sol se revistió de una majestuosidad prodigiosa, comenzó a soplar una brisa que disolvió instantáneamente el fatigoso calor del día y la superficie de la bahía se cubrió de rizos como una pieza de seda azul y plata al deslizarse sobre un cuerpo desnudo. No está mal, ¿verdad Terenci?, yacer en el mismo escenario que vio morir al gran Marco Antonio, abandonado del dios, y desmoronarse el Faro, maravilla del mundo.

El escarabeo se hundió en la superficie oleosa, la rosa se quedó flotando y la página de Justine -las tres pobres ofrendas de mi pequeño acto recordatorio del pasado martes- fue empapándose hasta fundirse con el mar, preñado de sueños y de estatuas. Se hizo de noche, lo invadió todo una suave calma y recordé las líneas de Durrell: "Nuestra felicidad, marcada por una estrella, es pequeña pero perfecta".

Había empezado con la memoria de Terenci Moix la nueva visita a la ciudad, ciudad amada y luciferina (en ella nació, no lo olvidemos, Rudolf Hess, y Justine buscaba a su hijita, secuestrada para los burdeles infantiles), pero pronto otros recuerdos propios y ajenos se fueron solapando hasta crear una enrevesada maraña de historias, un juego de espejos del Cecil, que parecían disolverse en una sola y embriagadora nostalgia.

Estaba el Viejo, Cavafis. Fui a visitar la casa en que vivió desde 1907 hasta su muerte en 1953, en la antigua Rue Lepsius, hoy número 4 de la Sharia Sharm el Sheikh, una callejuela destartalada con talleres, un garaje y mucha basura en la que medran gatos famélicos. Un callejón al lado lleva el nombre de Amir, el mismo de la pensión en que se convirtió la casa del poeta antes de devenir museo. Subí jadeando las escaleras. Me abrió un hombre egipcio y tras pagar las 15 libras preceptivas me dediqué a deambular por las pequeñas estancias en las que se exhiben tesoros más bien mínimos y una sorprendente cantidad de ediciones catalanas de las obras del escritor -el joven custodio me explicó que los catalanes son mayoría entre los españoles que visitan la casa-museo, y que éstos se cuentan entre el público más numeroso (no mucho, en todo caso: en el par de horas que estuve no apareció nadie).

Nunca me ha caído muy bien personalmente Cavafis, putero que pagaba por sexo masculino y depredaba a todos los chicos que podía en el Café Al Salam y los Billares Palace -su favorito era Toto, mecánico-; pero de una pared cuelga lo que parece un poema manuscrito y ese poema es nada menos que Kepia (Velas): "Los días del pasado quedaron tan atrás / fúnebre hilera consumida (...) velas frías, torcidas y deshechas". Leerlo me provocó una desazón dulce. Me asomé al balcón destartalado y vi una alta acacia con flores naranjas entre las que piaban los gorriones. De repente, una extraña belleza llenó el triste lugar. Pensando en Terenci adquirí en el mismo piso una nueva traducción de los poemas del Viejo, en Penguin. Me pareció un poco fría, pero el exquisito retrato de un joven en la portada, con un toque a Sal Mineo, hubiera hecho las delicias del escritor -por no hablar de las del propio Cavafis.

Sin casi pensarlo, los pasos me llevaron hasta el cercano café Elite, en la vieja Rue Missalla, hoy Safiya Zaghloul, uno de los favoritos del poeta, y en el que también pende enmarcado un poema manuscrito, El dios abandona a Antonio, precisamente ("despide a Alejandría que así pierdes"). Luego llegue a Pastroudis, el restaurante del que tanto hablaba Terenci, y cuyo abatido encanto déco casaba extrañamente con la visión de los perros muertos cubiertos de moscas entre los capiteles romanos de las vecinas ruinas de Kom el-Dikka. En 1943, aquí, en Pastroudis (donde se citaban Darley, Nessim y Balthazar para beber arak), Durrell y Eve Cohen, la alejandrina que inspiró el personaje de Justine, empezaron -con un verdadero coup de foudre- su arrebatado romance. Con ella hizo Larry las tres cosas que se pueden hacer con una mujer, Clea dixit: quererla, sufrir o hacer literatura. Los seguí, buscando infructuosamente en la Rue Fuad el viejo bar y pastelería Baudrot, hasta la columna Khartoum, en los jardínes Shallalat, cerca de Mazarita, donde, ante mi vista, Larry y Eve se fundieron con Forster y su amante, el bello adolescente conductor de tranvía de la línea Baco, Mohammed el Adl. Contagiado de la imaginada voluptuosidad, espié a las parejas que se arrullaban en la Corniche frente a la hundida gloria de los Ptolomeos y acabé acodado en el bar del Cecil bebiendo gin-tonic y comiendo cacahuetes con mi mutilado ejemplar de Justine sobre la barra: "Otra vez hay mar gruesa y el viento sopla en ráfagas excitantes...".

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