Crónica:IDA Y VUELTA

Novela de una cara

Entre la gente borrosa una cara nos llama. Nos sucede igual en la calle o en el cine o en las páginas de una revista o en las salas de un museo. Nos llama con una atracción que tiene que ver con la belleza pero no con cualquier clase de belleza, la más o menos general o aceptada, sino con aquella que por algún motivo despierta algo muy específico en nosotros, lo que nos hace singulares y lo que nos hace sensibles a un cierto tipo de singularidad, igual que nuestros ojos y nuestros oídos son sólo sensibles a un rango muy estrecho de longitudes de onda. La cara es el espejo del alma, pero del al...

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Entre la gente borrosa una cara nos llama. Nos sucede igual en la calle o en el cine o en las páginas de una revista o en las salas de un museo. Nos llama con una atracción que tiene que ver con la belleza pero no con cualquier clase de belleza, la más o menos general o aceptada, sino con aquella que por algún motivo despierta algo muy específico en nosotros, lo que nos hace singulares y lo que nos hace sensibles a un cierto tipo de singularidad, igual que nuestros ojos y nuestros oídos son sólo sensibles a un rango muy estrecho de longitudes de onda. La cara es el espejo del alma, pero del alma de quien está mirándola. Hay quien se quita la cara para mostrar la máscara que escondía debajo, como dice Oscar Wilde, y quien retratando en fotografía o en pintura esa pura exterioridad del rostro se adentra en lo más secreto de la conciencia.

'A la orilla del mar', 1912. En esa cara hay una novela. Irradia de toda ella el poderío de una historia que no sabemos cuál será, pero que está visible en la mirada que viene a encontrarse limpia y retadoramente con la nuestra
Había vivido durante muchos años encerrada en una casa en la que no entraba la luz del día, porque tenía miedo de que el sol la dejara ciega. Quién hubiera adivinado la novela del porvenir de Romaine Brooks en su mirada de 1912

Una cara es un misterio: la promesa de una historia que estamos impacientes por saber. En muchos casos, en la historia del Arte, el misterio es definitivo, porque se desconoce el nombre de la persona retratada, de modo que lo que había sido una afirmación insolente de individualidad se ha convertido en testimonio de un anonimato irreparable. Entre los miles de caras del Metropolitan Museum de Nueva York a mí las que más me atraen son las de los retratos pintados sobre las tapas de los sarcófagos de El Fayun. Tienen alrededor de veinte siglos, pero el naturalismo de la técnica es tan desconcertante como la modernidad o más bien la inmediatez de las expresiones: caras de hombres y mujeres casi siempre jóvenes, absortas en una individualidad no menos intensa ni menos angustiada que la mía, entristecidas o apaciguadas por la aceptación de la muerte.

Entramos en una habitación y una sola cara nos llama. En una sala de la Fundación Mapfre, en las lejanías inhóspitas de un Madrid agigantado y caraqueño, nada más entrar me ha llamado desde el fondo la cara de una mujer joven que tiene en los ojos muy grandes y oscuros y en la expresión ensimismada y a la vez atenta algo del misterio de los retratos de El Fayun. La he visto alguna vez, seguramente en la cubierta de un libro. Pero según me acerco no sé nada de ella; para mantener lo más posible la primacía de la mirada, el encuentro a cuerpo limpio con la desconocida del cuadro, aún no me inclino para leer el título y el nombre del autor. No quiero saber todavía quién es esa mujer ni quién la pintó ni cuándo. Hay algo en ella de los retratos alemanes de los años veinte, su aire estático y la severidad de su expresión. Pero los colores son de otra época anterior, una gradación de grises, casi violetas, blancos y perlas que pertenecen más bien a las armonías visuales de Whistler. Las mujeres de Whistler suelen posar con una elegancia un poco lánguida, se exhiben con la soberbia de su posición social o abandonándose dócilmente a la mirada masculina del pintor. Esta mujer es mucho más moderna: no lleva sombrero y el viento del mar le ha apartado el pelo corto y suelto de la cara. Está sola, envuelta en una magnífica capa gris, que parece haberse echado sobre los hombros de cualquier manera, la camisa blanca abierta. Pero lo más moderno es su belleza sin arreboles ni blanduras, sólo línea y volumen: la cara delgada, los pómulos altos, el mentón fuerte, la boca dibujada con una sensualidad de labios finos que también es un gesto sutil de determinación.

"Romaine Brooks", leo por fin, "A la orilla del mar, 1912". En esa cara hay una novela. Para mi vergüenza aún no sé nada de Romaine Brooks pero esa mujer del cuadro me es muy familiar. Tiene un romanticismo de heroína de novela; irradia de toda ella el poderío de una historia que no sabemos cuál será, pero que está visible en la mirada que viene a encontrarse limpia y retadoramente con la nuestra, en la capa con la que se abriga contra el viento, en el mar de color de acero junto al que ha salido a pasear ella sola: con la cabeza descubierta, sin el corsé rígido y las faldas imposibles con que se pasean las mujeres en las fotos de la época y en los cuadros del impresionismo tardío, sin sombrilla y probablemente sin botines. Es una heroína de novela, pero de una novela que no se ha escrito aún en la fecha del cuadro. Es joven, pero no demasiado, y no necesita la plena juventud ni la abundancia carnal para ser atractiva. Para Henry James sería inconcebible. Pero también para Joyce y Proust. La reconoceremos en las mujeres intrépidas de Isak Dinesen y de Virginia Woolf. Tal vez parte de su secreto es que no se ofrece a la mirada de un hombre, no al menos de un hombre de 1912.

Pero las novelas más extrañas no son las inventadas. En 1912 Romaine Brooks tenía treinta y ocho años. De niña había vivido errante por Europa con una madre que la detestaba y que dedicaba toda su atención a un hijo trastornado y agresivo. La madre la abandonó en Nueva York al cuidado de una antigua criada. Vivió miserablemente hasta que en 1902 heredó la fortuna de un abuelo que se había hecho colosalmente rico explotando minas de antracita en Pensilvania. En París fue la retratista de un círculo ilustre de lesbianas de alta sociedad. En esa misma costa de Normandía que aparece al fondo de su autorretrato vivió hacia 1910 un triángulo amoroso que incluía a Gabriele D'Annunzio y a la bailarina Ida Rubinstein, de la que D'Annunzio estaba enamorado sin esperanza, pues ella sólo amaba a Romaine Brooks. En 1914 conoció a la escritora Natalie Barney, con la que vivió un amor que duró más de medio siglo. Hasta finales de los años veinte fue una pintora célebre, tan singular en su estilo como en la atmósfera de sus retratos de mujeres, indiferente a las vanguardias que iban sucediéndose a su alrededor. Simpatizó con el fascismo y pasó la II Guerra Mundial con Natalie Barney en una villa de las afueras de Florencia. Poco a poco había dejado de pintar. Truman Capote la visitó a finales de los años cuarenta. Cuando tenía casi noventa años rompió con Barney, furiosa por las infidelidades de su amante, que siguió mandándole hasta el día de su muerte cartas de amor que Brooks no contestaba. La imaginamos estáticamente detenida en su mundo de entreguerras: pero murió en 1970, el mismo año que Janis Joplin y Jimi Hendrix. Había vivido sola durante muchos años, encerrada en una casa con cortinas negras en la que no entraba la luz del día, porque tenía miedo de que el sol la dejara ciega. También temía que si se sentaba en un banco de un parque las raíces de los árboles le chuparían la vida. Quién hubiera adivinado la novela del porvenir de Romaine Brooks en su mirada de 1912.

A la orilla del mar (1912), de Romaine Brooks.

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