Columna

El precio de la dignidad

Ahora que Zapatero ha puesto de moda al republicanismo, conviene recordar que los valores republicanos, tanto los que propone Pettit como aquellos que se derivan de la antigua República romana, mantienen su vigencia, pero no precisamente porque el actual Gobierno convierta las palabras en hechos. En muchos aspectos de la política de Zapatero vamos a parar bien lejos de lo que constituye el núcleo de la propuesta republicana.

Pone ésta en el centro de la libertad política moderna a la ausencia de dominación, en el sentido de que el Gobierno se ciña escrupulosamente al marco que le es fij...

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Ahora que Zapatero ha puesto de moda al republicanismo, conviene recordar que los valores republicanos, tanto los que propone Pettit como aquellos que se derivan de la antigua República romana, mantienen su vigencia, pero no precisamente porque el actual Gobierno convierta las palabras en hechos. En muchos aspectos de la política de Zapatero vamos a parar bien lejos de lo que constituye el núcleo de la propuesta republicana.

Pone ésta en el centro de la libertad política moderna a la ausencia de dominación, en el sentido de que el Gobierno se ciña escrupulosamente al marco que le es fijado por las leyes, respete la autonomía del ciudadano y se abstenga de ejercer una interferencia arbitraria, desbordando el marco que regula su relación con otros poderes del Estado y con la ciudadanía. Y ahí están el caso de Mediapro por lo que toca a los medios, la presión ejercida sobre el judicial (si bien doblada por el Partido Popular), y la capa de oscuridad impuesta al tema de la negociación con ETA, para mostrar que de "republicanismo" en Zapatero, poco, y sí mucho de interferencia arbitraria y de manipulación, ejercidas en nombre del realismo (léase, mantenimiento a toda costa en el poder).

Una cosa es defender la España plural y otra españolear esgrimiendo la bandera con el toro de Osborne

Únicamente la infinita torpeza del pressing ejercido en toda la cancha por el PP, con olvido total de los intereses del Estado en temas como el 11-M, ha impedido la erosión de la imagen política del Gobierno. Muchos españoles piensan que más vale el mal menor de ZP si la solución a los riesgos de una deriva confederal consiste en el "casticismo agarbanzado de quienes sueñan aún con Isabel la Católica" (Azaña), exhibido por los seguidores de Rajoy el 12 de octubre, con la consiguiente incidencia en la formación de una españolismo xenófobo.

La muerte de un izquierdista el pasado domingo y las agresiones reiteradas contra inmigrantes nos recuerdan que la democracia debe volver a ser militante contra una mentalidad reaccionaria en cuyo interior se funden la agresividad de las tribus urbanas, el racismo puro y duro, y la nostalgia de los fascismos de base nacionalista.

Las actitudes del PP, tanto en la exaltación de la bandera como en el tema de la memoria histórica, con sus retazos de filofranquismo, viene así a proporcionar argumentos de modo absurdo a esa extrema derecha. Una cosa es defender la España plural definida en la Constitución, y otra españolear esgrimiendo la bandera con el toro de Osborne.

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Ahora bien, los demócratas pueden contribuir asimismo, voluntaria o involuntariamente, a la resurrección de una derecha dura. En uno de los fragmentos recién publicados de Ortega y Gasset, el joven filósofo advertía acerca de la falta de nacionalización en el pensamiento socialista, en el sentido de ignorar los contenidos afectivos y simbólicos que acompañan a la nación. Ahora no es porque los socialistas sigan sus dogmas como los mahometanos el Corán, Ortega dixit, sino por un oportunismo alicorto, que lleva a minusvalorar el desgaste provocado por las concesiones normativas y simbólicas a los nacionalismos catalán y vasco, en el Estatut y durante la tregua de ETA, así como a menospreciar la exigencia de preservar la dignidad del propio país en las relaciones internacionales.

En la República romana, la dignitas era la base de la auctoritas, del poder nacido del propio prestigio y del respeto inspirado a los demás. Aquí y ahora, esa dignidad resulta incompatible con la aceptación pasiva de las ofensas exteriores, tal y como ha sucedido con la ingerencia de Mohamed VI al permitirse juzgar "lamentable" la visita del Rey, o con la cascada de insultos y despropósitos de Chávez después del incidente de Santiago. Al margen de que al Monarca le vendría bien olvidar en público el tuteo borbónico, la conducta del Gobierno en ambos casos ha sido de vergonzante silencio, so capa de discreción, como si no hubiera otras salidas que las extremas.

Bastaba en un caso con resaltar mediante una declaración el éxito de la visita, confirmando los propósitos de amistad, y en el segundo con puntualizar que resulta absurda cualquier afirmación de que el Rey dirige la política exterior española, por la alusión chavista al golpe de 2002, rechazando de antemano toda acusación infundada. Nada se hizo. Sólo faltaba que para redondear la faena Moratinos dejara ver el miedo por la suerte de las inversiones, para que los ataques arreciaran. Si mala cosa es el imperialismo, tampoco es bueno aceptar la condición de saco de los golpes. Ni hacia fuera, ni hacia adentro.

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