Crónica:IDA Y VUELTA

Retratos en el tiempo

De cuántos lugares y de cuántos pasados viene este hombre a quien hace unos minutos yo no conocía y con quien ahora converso tan gustosamente, en esta sala de la Academia de San Fernando en la que nos hemos encontrado por casualidad, por una de esas casualidades que pueden ocurrirle a uno si sale a pasear holgazanamente por Madrid. A nuestro alrededor hay una galería de retratos españoles pintados aproximadamente entre 1906 y 1936, en los treinta años prodigiosos que trazan un arco exacto entre la esperanza y el desastre, entre las primeras luces de la vida moderna española y el tajo sanguinar...

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De cuántos lugares y de cuántos pasados viene este hombre a quien hace unos minutos yo no conocía y con quien ahora converso tan gustosamente, en esta sala de la Academia de San Fernando en la que nos hemos encontrado por casualidad, por una de esas casualidades que pueden ocurrirle a uno si sale a pasear holgazanamente por Madrid. A nuestro alrededor hay una galería de retratos españoles pintados aproximadamente entre 1906 y 1936, en los treinta años prodigiosos que trazan un arco exacto entre la esperanza y el desastre, entre las primeras luces de la vida moderna española y el tajo sanguinario de la Guerra Civil. En 1906 Picasso pintaba Les demoiselles d'Avignon, Ramón y Cajal recibía el Premio Nobel, Isaac Albéniz componía Iberia. En la primavera de 1936 Federico García Lorca leía por las casas de sus amigos el manuscrito de La casa de Bernarda Alba y tal vez pensaba que a pesar de todo debería haber aceptado la invitación persistente de Margarita Xirgu a acompañarla en su gira por América. Fue por entonces cuando debió de empezar a pintarse el retrato de Cipriano Rivas Cherif que este hombre con aire de profesor que se resiste a la jubilación estaba mirando muy de cerca.

Los personajes de los mejores retratos están en su mundo, en su tiempo, en aquellos años de nuestra amputada edad de plata, pero también en éste, en el ahora mismo
El acento invisible del porvenir ronda ahora más opresivamente a esas figuras jóvenes que parecen animadas por una vitalidad idéntica, habitantes de un país no destinado sin remedio al desastre

-Este retrato no se pintó en 1936 -dice el hombre a mi lado-. Fue en la cárcel, en 1946.

El cuadro es impresionante. Su cualidad de presencia inmediata viene a la vez de la antigua escuela española y de los retratos de la Nueva Objetividad alemana. Su autor, Santiago Montes, de quien yo no sé nada, ha aprendido tanto de Ignacio Zuloaga como de Christian Schad o de Otto Dix. Pero ese mismo asombro por la maestría inesperada y la presencia poderosa lo he sentido a cada paso en esta exposición. Los personajes de los mejores retratos no miran desde esa lejanía inaccesible a la que han retrocedido los muertos de los cuadros y las fotografías cuando se extingue la última persona que podía recordarlos. Están en su mundo, en su tiempo, en aquellos años de nuestra amputada edad de plata, pero también en éste, en el ahora mismo en el que nosotros los miramos descubriendo en ellos el impulso de una modernidad tan honda que se mantiene inalterable. Nos sostienen la mirada con expresión de desafío, exigiendo no ser despojados de la ciudadanía del presente.

-¿Y usted cómo sabe que Rivas Cherif estaba en la cárcel cuando se pintó el retrato?

-Porque era mi padre.

Por uno de esos azares de Madrid me he encontrado con Enrique de Rivas, que viene ahora de Roma y vino mucho antes de Puerto Rico y de México, y de las universidades americanas por las que se extendía la diáspora de los profesores españoles, con su aleación melancólica de filología y desarraigo, de descubrimiento de la anchura del mundo y persistencia de las lealtades y las mezquindades y murmuraciones españolas. Las sombras prestigiosas que yo veo en la exposición son para él retratos de familia. El cuadro se convierte en parte de una historia, en la cual el pintor desconocido -hasta ahora sólo un nombre y las dos fechas de una vida muy corta, 1911-1954- va adquiriendo los rasgos de una presencia que es la que está reconociendo la mirada de Rivas Cherif.

-El pintor había sido un oficial del Ejército republicano. Al terminar la guerra se escondió en una habitación al fondo de su casa, y ni sus hijos sabían que él estaba allí. Eran pequeños y podían haberlo delatado sin darse cuenta. Se pasó siete años escondido, pintando de memoria retratos de su familia, escuchándolos hablar detrás de la puerta cerrada. Al final no pudo aguantar más y se entregó, cuando parecía que lo peor de la represión ya había pasado. Lo mandaron al penal del Dueso y allí conoció a mi padre.

Las mejores historias no las inventa uno, se encuentra con ellas. Cipriano Rivas Cherif sí viajó con Margarita Xirgu en esa gira por América a la que no se unió García Lorca, aunque la Xirgu le había insistido mucho, porque tenía el presentimiento de que en España iban a suceder muy pronto cosas terribles. En julio, mientras su padre andaba por América, Enrique de Rivas me cuenta que él y un hermano suyo más pequeño veraneaban en una colonia de la sierra. Se habían bañado y estaban tomando el sol cuando aparecieron unos militares en un gran coche oficial y les dijeron que venían para llevárselos de vuelta a Madrid. Tuvieron que salir con tanta urgencia que no les dio tiempo de cambiarse de ropa e hicieron el viaje de vuelta con los bañadores húmedos. Enrique de Rivas recuerda la sensación de la tela del bañador mojada sobre el cuero del asiento y un tramo de carretera polvoriento con zanjas tapadas con tablones sobre los que rebotaba el coche.

-Pero he de hacer siempre un esfuerzo para no creer que recuerdo cosas que he leído o me han contado, o que he visto en fotografías.

Su tío Manuel Azaña es para él una vaga fotografía en movimiento. Nos despedimos y cuando me quedo solo mi conversación con él ha modificado el modo en que miro los retratos. El acento invisible del porvenir y la desgracia ronda ahora más opresivamente a esas figuras jóvenes que parecen animadas por una vitalidad idéntica, habitantes de un país no destinado sin remedio al desastre. Ahora uno quisiera saber otras historias: qué sería de esas dos estudiantes a las que retrató Rafael Pellicer en 1934, en un aula con un gran ventanal y con muebles racionalistas que pertenecía sin duda a la nueva Facultad de Letras, inaugurada sólo un año antes en la Ciudad Universitaria; o de ese arquitecto de expresión tan ensimismada como la de un personaje de Otto Dix que posa contra un fondo en el que se distingue la bahía de la Concha y el edificio espléndido del Club Náutico de San Sebastián; o de la hermana Sagrario a la que pintó Esteban Vicente en 1925 con una sabiduría precoz de volúmenes y colores que parece aprendida de los frescos italianos.

Algunos relatos los sabemos: ese perfil de Laura de los Ríos que hay al final de todo, como un último regalo, lo pintó José Moreno Villa en Washington, en la primavera de 1937. Había sido hasta principios de noviembre de 1936 el último huésped de la Residencia de Estudiantes. En el retrato de Laura de los Ríos las líneas de la cara tan delicadas como las de las manos o las de la rama de cerezo a punto de florecer. La mujer joven parece vestida de viaje y tiene la mirada fija en la distancia. Después de terminar el retrato Moreno Villa se marchó a México y aún no sabía que no iba a volver nunca a España. -

El retrato moderno en España (1906-1936). Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Madrid. Hasta el 2 de diciembre (rabasf.insde.es/).

Retrato de Cipriano Rivas Cherif, de Santiago Montes, en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.Cristóbal Manuel

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