Columna

La importancia de España

Resulta inquietante comprobar que uno de los primeros eslóganes electorales de aquella Alianza Popular presidida por Manuel Fraga, España, lo único importante, se ha convertido con el tiempo en una simple descripción de la realidad política del país. Las recientes polémicas sobre el himno y la bandera, además de las escaramuzas acerca de los Estatutos de Autonomía o la Ley de la Memoria Histórica, entre tantas otras, parecen sugerir que ahora sí, las disquisiciones sobre el ser de España monopolizan la mayor parte del discurso político, como si se hubiesen recuperado de pronto los temas...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Resulta inquietante comprobar que uno de los primeros eslóganes electorales de aquella Alianza Popular presidida por Manuel Fraga, España, lo único importante, se ha convertido con el tiempo en una simple descripción de la realidad política del país. Las recientes polémicas sobre el himno y la bandera, además de las escaramuzas acerca de los Estatutos de Autonomía o la Ley de la Memoria Histórica, entre tantas otras, parecen sugerir que ahora sí, las disquisiciones sobre el ser de España monopolizan la mayor parte del discurso político, como si se hubiesen recuperado de pronto los temas de épocas que se creían felizmente cerradas. La explicación más sencilla, pero también la más inexacta e interesada, sería la de considerar que el viejo político gallego tuvo entonces una intuición profética que le habría permitido saber antes que nadie lo que tarde o temprano estaría en juego. Otra explicación remitiría, sin embargo, a la manera torpe y equivocada en la que se han gestionado las instituciones democráticas surgidas de la Constitución del 78.

Los diferentes nacionalismos que existen en España son criaturas de una misma época, y han sobrevivido en gran medida gracias a la escalada que se estableció entre ellos desde el siglo XIX en adelante. Frente a la arbitraria idea de que España era Castilla y de que, por tanto, la lengua castellana y, de paso, la religión católica definían la condición de español, surgieron otras ideas no menos arbitrarias y que reproducían el mismo razonamiento en una escala territorial más reducida. Los nacionalismos, todos los nacionalismos, se consideran a sí mismos como la expresión política de una realidad; antes por el contrario, expresan la voluntad de convertir en realidad una opción política. Y de ahí ese fenómeno, tantas veces señalado por los historiadores, de que los momentos en los que han existido libertades democráticas en España hayan ido siempre acompañados del afloramiento de los nacionalismos. Afloraban no porque las libertades democráticas conllevasen el reconocimiento de ninguna nación, sino porque reconocían las opciones políticas que pretenden convertir la nación, cualquier nación, central o periférica, en realidad.

La Constitución del 78 no intentó erigirse en excepción a este fenómeno. Su propósito era distinto, y se limitaba a ofrecer un sólido procedimiento para pactar los límites de actuación de cualquier proyecto político, incluidos los nacionalistas. Esto significaba aceptar que algunas pretensiones de unos u otros nacionalismos debían ser rechazadas, no en nombre de la unidad de España o de la identidad de Cataluña o del País Vasco, sino en virtud de los límites de actuación para cualquier proyecto político que la Constitución permitió pactar. Esto fue así durante sus primeros años de vigencia, con el resultado de desactivar la escalada entre nacionalismos que se arrastraba desde el siglo XIX y producir la sensación de que la cuestión territorial perdía fuerza. Pero poco a poco la confrontación política fue cambiando de signo: progresivamente fue dejando de ser una confrontación dentro del sistema constitucional para convertirse en una confrontación por el sistema constitucional. Éste era el sentido último de la política que emprendió el Partido Popular a partir de 2000, al proponerse monopolizar la Constitución y colocarla al servicio de su idea sobre la unidad de España. Pero ése era, también, el sentido último de las reformas estatutarias que propició el PSOE a partir de 2004, por las que pretendía poner la Constitución al servicio de su idea sobre la España plural. Una o plural, ambas concepciones partían del mismo punto y, en resumidas cuentas, del mismo error: volvían a recuperar las viejas disquisiciones sobre el ser de España, volvían a colocarlas en el centro del debate político y, en consecuencia, terminaron por confirmar el eslogan de aquella Alianza Popular de Manuel Fraga, España, lo único importante.

El viejo político gallego no tuvo una intención profética que le permitió anticipar lo que sucedería tres décadas más tarde; lo que sucede es que el componente nacionalista de su proyecto, que entonces sólo compartía con algunos partidos catalanes y vascos, se ha instalado en la totalidad de las fuerzas políticas del país, reactivando la escalada entre nacionalismos que el sistema institucional del 78 había logrado contener. Y la consecuencia más inmediata es que ya no basta con apelar a la Constitución para contrarrestar iniciativas políticas que vulneran las reglas pactadas; ahora hay que reivindicar, además, la unidad de España o a la identidad de Cataluña o del País Vasco; ahora hay que demostrar quién es el más enérgico defensor de una o de otras; ahora hay que exhibir con más entusiasmo las banderas y entonar los himnos con mayor convicción; ahora hay que competir en las confesiones de fidelidad y en las declaraciones de amor a las naciones respectivas.

Ahora hay que hacer, en suma, la declaración de que España, o Cataluña, o el país Vasco, es lo único que importa.

Archivado En