Columna

El 'show'

En nuestro país la policía acaba dando con el paradero de los niños desaparecidos en la mayor parte de los casos. Nuestra mente, lógicamente, sólo recuerda los fracasos. En el rostro del padre del niño Yeremi no hay rastro de esperanza sino desesperación, no por desconfianza hacia la policía, a quien reiteradamente da las gracias con la voz del que está a punto de romperse, sino por la sospecha de que el que es capaz de robar un niño no tiene voluntad de devolverlo a no ser que negocie una recompensa. No es el caso. Los padres de Yeremi son gente humilde. No así el matrimonio McCann, protagoni...

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En nuestro país la policía acaba dando con el paradero de los niños desaparecidos en la mayor parte de los casos. Nuestra mente, lógicamente, sólo recuerda los fracasos. En el rostro del padre del niño Yeremi no hay rastro de esperanza sino desesperación, no por desconfianza hacia la policía, a quien reiteradamente da las gracias con la voz del que está a punto de romperse, sino por la sospecha de que el que es capaz de robar un niño no tiene voluntad de devolverlo a no ser que negocie una recompensa. No es el caso. Los padres de Yeremi son gente humilde. No así el matrimonio McCann, protagonistas de un caso tan publicitado que medio mundo lo contempla como si se tratara de una serie televisiva en la que los guionistas, conscientes del creciente número de seguidores, anduvieran escatimando el desenlace para obtener un histórico récord de audiencia el día en que se desvele la identidad del asesino. El caso es raro, así lo percibe el ciudadano convertido en espectador, y los padres han contribuido enormemente a su rareza. Aunque todo comportamiento derivado de la desesperación sea comprensible no deja de perturbarnos la capacidad con que, en medio del desconsuelo, fueron capaces de montar todo un engranaje de merchandising en torno a la criatura. Páginas web, chapas con el rostro de Madeleine, peluches convertidos en símbolos, peregrinaciones al Vaticano, presencia televisiva diaria, recaudación de fondos, futbolistas solidarios, ministros y para rematar, con el último siniestro vuelco de la investigación, un abogado estrella destinado a conseguir que la pareja permanezca en Inglaterra si las cosas se ponen feas con esa policía hacia la que la prensa británica ha cultivado el consabido desprecio del país rico hacia el que considera inferior. Aunque nos cueste reconocerlo, concedemos un plus de confianza a una pareja de clase media, atractiva, profesional y con innumerables contactos. Llevan, ante el público, la vestimenta de los inocentes. Sin embargo, es probable que la desconfianza que provocan ahora estuviera latente desde el principio y está más relacionada con el excesivo montaje mediático que con la autoría del crimen. Aún admitiendo que cualquier suceso es carne de espectáculo hay algo chirriante: ¿no es excesivo que sean los padres los presentadores del show?

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