Tribuna:

¡Al fútbol!

Este fin de semana ha comenzado la Liga: se reanuda con ello una parte crucial de nuestras vidas. Los amantes del fútbol así lo vemos. Después de ese tiempo detenido, del descanso tan largo del verano en el que nuestra ansiedad sólo se sacia con la farsa de los patéticos amistosos y la expectativa que crece dentro de cada uno con los fichajes de nuestros respectivos equipos, llega la hora de la verdad. Nos vamos al fútbol.

Cada uno lo vive en una dimensión propia. Está la más aristocrática, que es la del socio. Es la más pura. La de esa persona que cada jornada acude con moderado adelan...

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Este fin de semana ha comenzado la Liga: se reanuda con ello una parte crucial de nuestras vidas. Los amantes del fútbol así lo vemos. Después de ese tiempo detenido, del descanso tan largo del verano en el que nuestra ansiedad sólo se sacia con la farsa de los patéticos amistosos y la expectativa que crece dentro de cada uno con los fichajes de nuestros respectivos equipos, llega la hora de la verdad. Nos vamos al fútbol.

Cada uno lo vive en una dimensión propia. Está la más aristocrática, que es la del socio. Es la más pura. La de esa persona que cada jornada acude con moderado adelanto sobre la hora del partido a su asiento, queda antes con los amigos a tomar un café o un copazo de precalentamiento, cuelga la bufanda al niño y entra siempre fiel a la espera del milagro o del cataclismo en las entrañas de ese universo de manías, miedos, ilusiones y frustraciones colectivas que es el campo de fútbol: el gran templo de la modernidad, un auténtico foro que sirve de termómetro a la vez íntimo y social donde hay que agarrar los instantes con la vista y la atención perpetuas. Donde todo es efímero. Donde no existen repeticiones.

Otra dimensión es la del televidente, que resulta completamente global. Aúna a los socios y a los que no lo son. El televidente disfruta del fútbol a todo detalle. Con la moviola, las estadísticas, la clarísima identificación de los jugadores, que son como una nebulosa cuando estás en el campo. Se contempla con botella de whisky y cacahuetes en mano, acompañado del cuñao cómplice o de algún amigo a quien se le permite ser del equipo contrario. Para el televidente hay un antes y un después en su vida. La invención del Pay per view. Venera al santo que tuvo esa genial idea. A quien terminó de cuajo con esa lotería caprichosa que podía acabar en la retransmisión de un partido insulso.

El televidente también puede socializar en el bar o vivirlo solo, dejándose llevar por el balón en una especie de hipnotismo placentero, de portería a portería, fascinado por un juego en el que bien se puede poner a prueba todo un bagaje emocional o sencillamente nada, el mero placer de contemplar algo que no va a influir en una mínima parte de su vida. Algo que tiene el valor incalculable y precioso de dos horas de evasión.

Las dos dimensiones son compatibles con una tercera: la del oyente de radio y más concretamente de ese espectáculo sensorial que es el Carrusel Deportivo. Allí, el amante del fútbol entra en un mundo imaginario moldeado por las descripciones de voces cómplices y superdotadas para el relato del deporte. Estés donde estés, el Carrusel siempre va a acudir en tu ayuda. De viaje o en tu casa, por si se ha colado algún invitado plasta que te ha jodido la jornada y te ves obligado a buscar refugio clandestino en la cocina hacia la hora de la ronda informativa, cada cuarto de hora. Por todo eso y por más, gracias de corazón, Carrusel.

Yo he vivido intensamente todas esas dimensiones de amante del fútbol. De niño, con cuatro años, mi padre me hizo socio de nuestro equipo, el Racing de Santander. Si sobrevives a eso, puedes afrontarlo todo con fe en la vida. Jamás hemos ganado nada. Ni la Liga, ni la Copa, ni la UEFA, ni la Champions. En mis cuatro décadas de existencia, nunca les he visto dar una vuelta triunfal al campo. Tan sólo saludar desde el centro y aplaudir a la hinchada por triunfos furtivos contra un Madrid o un Barça, por alguno de nuestros múltiples ascensos a primera o por la mera salvación. Una buena defensa con cerrojo es nuestro más preciado espectáculo; la derrota, lo habitual; un empate nos satisface como una victoria... Ganar un partido es la gloria.

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Hoy soy un fiel televidente y me defino como un amante del fútbol en el exilio. Vivo en este bendito Madrid pero sigo fiel a mi Racing y a mi otro equipo, el Barça. Uno no puede renunciar al primer traje que le compraron. Era azulgrana y tenía un nueve en la espalda, como Johann Cruyff. Así que mi otra lealtad al tejido de una camiseta quedó adherida a la piel cuando apenas contaba 10 años. Por eso vivo el fútbol cada domingo como en una especie de diáspora hincha que comparto con otros racinguistas en la capital y culés medio clandestinos: los fruteros del súper, compañeros de trabajo, cómplices de nuestro equipo aliado, mi adorado Atlético de Madrid, el tercero en mis fidelidades.

Una cosa tengo clara. El fútbol no se puede tomar a la ligera. Fíjense en que intríngulis ando ahora. ¿Qué afición cultivo en mis hijas? ¿Fomento en ellas mi exilio interior? ¿Las dejo que se hagan del Atleti? Eso sí, antes muerto que verlas entrar en el Bernabéu.

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