Columna

¿Quiénes son todos los que están?

¿A ustedes no les intrigan los primeros, los adelantados, esas personas que una y otra vez se enteran, antes que nadie, de dónde va a ocurrir algo y ocupan las filas delanteras de cada cosa, da igual de qué se trate, tanto si es la salida de los juzgados de un delincuente como si se trata de la inauguración de unos grandes almacenes: siempre están allí y jalean, insultan justicieramente, rodean un coche con los cristales de las ventanillas tintados, hacen declaraciones a la prensa, piden autógrafos o agitan banderas, según el caso?

¿No me digan que no se han preguntado más de una vez có...

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¿A ustedes no les intrigan los primeros, los adelantados, esas personas que una y otra vez se enteran, antes que nadie, de dónde va a ocurrir algo y ocupan las filas delanteras de cada cosa, da igual de qué se trate, tanto si es la salida de los juzgados de un delincuente como si se trata de la inauguración de unos grandes almacenes: siempre están allí y jalean, insultan justicieramente, rodean un coche con los cristales de las ventanillas tintados, hacen declaraciones a la prensa, piden autógrafos o agitan banderas, según el caso?

¿No me digan que no se han preguntado más de una vez cómo se enteran, quién les informa, por qué van a esos lugares y de dónde sacan el tiempo y las ganas necesarias para hacerlo?

Juan Urbano se hizo esa pregunta retórica después de leer en el periódico la noticia de que alguna gente había hecho dos días cola en la entrada de un nuevo Ikea que acaba de abrir en el Ensanche de Vallecas y que ofrecía bonos de 300 euros en muebles a los primeros 10 clientes que cruzasen sus puertas y de 50 a los 100 siguientes.

Algunos aspirantes al cheque-regalo, que se conseguía siendo madrugadores y llevando en el bolsillo el contrato de compra o de alquiler de un piso con fecha de este año -o sea, susceptible de necesitar urgentemente todo lo que vende la multinacional sueca- se habían montado un campamento con mantas, juegos de mesa y neveras de viaje incluidas, y los publicistas de la tienda les habían dado sombrillas, refrescos y comida. Todo un guateque.

"Vale, pues en este caso se entiende más porque iban a llevarse un premio", insistió Juan Urbano, "pero ¿y en esas otras ocasiones en que no les van a dar nada?". Se acabó el café con hielo que tomaba en un bar de la Gran Vía, que a esas horas y en pleno mes de agosto era un lugar irreconocible, tranquilo y lleno de lentitud, y respondiendo a su propia pregunta se dijo que tal vez fuera por un cierto afán de protagonismo, por el deseo de no quedarse al margen, de saltar desde el territorio del espectador al de los intérpretes... Quién sabe. A lo mejor a la hora de ponerse a pensar en eso también le influía que el calor había regresado desde el infierno a la ciudad; y él, que es un hombre de tensión baja y prefiere el invierno al verano, se notaba incapaz de cruzar la calle, que con esas temperaturas era igual que ascender un Everest horizontal: en su opinión, a partir de 30 grados, las aceras no se alcanzan, se coronan. Imagínense, como para irse en busca de un famoso por esos mundos de Dios.

Se apostó algo que ya había quien se preguntaba cuándo iban a extraditar a El Solitario desde Portugal, y a qué cárcel lo pensaban trasladar, para estar allí y gritarle asesino, asesino, o quién sabe qué. Cuando detuvieron al atracador sanguinario, algunos amigos de Las Rozas, que lo conocían de toda la vida y lo llamaban desde siempre "Jaime el Loco", le telefonearon para decirle "es increíble..., yo estuve con él mil veces..., yo le vendí una guitarra..., a mí me invitó a una copa..., yo conozco a una chica que fue novia suya..., yo he estado en su casa y vivo en la misma urbanización...". Y la verdad es que todos parecían horrorizados, pero también fascinados, probablemente porque hoy día la fama ha cambiado las cosas de lugar y todo lo que sale por la televisión parece mentira, difícil de creer, ficticio. O porque las fronteras entre lo terrible, lo admirable y lo grotesco son muy delgadas y todos nos ocupamos de que no estén demasiado vigiladas.

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Juan Urbano también había coincidido alguna vez con El Solitario, que de hecho vivía muy cerca de su madre, en Las Rozas, pero cuando lo miraba en los diarios no veía más que un monstruo, un canalla que había matado a varias personas a sangre fría. Ese otro bufón simpático que parecía empezar a abrirse paso en la espesura de la opinión pública era para él invisible por impensable.

Reunió fuerzas para pagar la consumición y echar a andar hacia su casa.

Esa noche tomaría una cena fría y seguro que cuando se pusiera a ver las noticias vería a algunos ciudadanos reunidos ante una puerta, alrededor de un automóvil o en las escaleras de unos juzgados que, de alguna forma, protagonizan todos los informativos del año.

Un día de éstos, publicistas tan astutos como los de Ikea se darán cuenta del filón que tienen ante sí y montarán campañas en esos lugares para captar clientes. Juan Urbano se preocupó por si esa idea, de apariencia tan extraña, era producto del calor, y antes de salir pidió un vaso de agua, por si acaso.

Emprendió el camino silbando esa canción de Sabina que dice: "Más raro fue aquel verano / que no paró de nevar".

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