Análisis:

El ciclismo debe asumir su historia

Hace un par de días, cuando la ceremonia de ajuste de cuentas con la historia del Telekom (ahora T-Mobile) parecía inevitable, cuando ya no había dudas de que la mítica ley del silencio del pelotón iba a caer hecha añicos, Alexander Vinokúrov, que corrió para el equipo alemán hace un par de años, le comentó a un director: ¿pero hasta dónde va a llegar el ciclismo rasgándose las vestiduras?, ¿hasta 1980, o 1970, o cuándo?, ¿dónde ponemos el límite? Las dudas del ciclista kazajo coinciden con las de la mayoría del pelotón actual, incluidos algunos de los técnicos, como el propio Bjarne Riis (el ...

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Hace un par de días, cuando la ceremonia de ajuste de cuentas con la historia del Telekom (ahora T-Mobile) parecía inevitable, cuando ya no había dudas de que la mítica ley del silencio del pelotón iba a caer hecha añicos, Alexander Vinokúrov, que corrió para el equipo alemán hace un par de años, le comentó a un director: ¿pero hasta dónde va a llegar el ciclismo rasgándose las vestiduras?, ¿hasta 1980, o 1970, o cuándo?, ¿dónde ponemos el límite? Las dudas del ciclista kazajo coinciden con las de la mayoría del pelotón actual, incluidos algunos de los técnicos, como el propio Bjarne Riis (el director del CSC, corredor del Telekom y ganador del Tour con su maillot en la época denunciada por Zabel), quien, con el apoyo de los mánagers de su generación, como Johan Bruyneel, lleva semanas hablando de que el ciclismo debe dejar de mirar hacia atrás, trazar una línea de olvido y pensar sólo en el futuro.

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El problema es que, como en todo, como la historia muestra, el futuro es siempre hijo del pasado. Y más aún en el ciclismo, una disciplina en la que los corredores de hoy, sus hábitos, sus formas de ver la vida, son los directores del mañana, los que transmiten a los que llegan sus hábitos, sus formas de ver la vida.

En efecto, la década de los 90 fue la década del apogeo de la EPO, del dopaje que todo lo cambió, de la única sustancia capaz de trucar el motor y la cilindrada de los corredores; una sustancia que, mientras permaneció indetectable -oficialmente hasta 2001, pero aún muy difícil de captar por los radares del antidopaje-, se consideró alegremente como permitida, una sustancia que cambió la forma de correr, de afrontar la montaña, de entender las carreras de tres semanas. Riis, Vinokúrov, la mayoría, creen que el 'caso Festina', en 1998, fue el golpe que acabó con el chantaje de la EPO sobre el ciclismo, que aquel año comenzó una nueva manera de entender el ciclismo, su cultura, pero muchos hechos, tozudos, les llevan la contraria. Hechos como los análisis retrospectivos de las orinas congeladas del Tour del 99, que mostraron que el abuso de EPO seguía siendo generalizado; hechos como la Operación Puerto, que mostraron que después del 'caso Festina' puede que los equipos dejaran de mantener el dopaje organizado en su interior, pero que en todo, como mucho, habían deslocalizado su gestión, que la mayoría de los grandes corredores recurrían a estructuras organizadas al margen de sus equipos, y mantenidas con sus ingresos. La EPO ya es detectable, pero para suplirla, vivan las autotransfusiones.

El ciclismo, el deporte que más apela a su historia de mitos, leyendas y epopeyas, debe asumir también su pasado más negro. Su supervivencia, o sea, su credibilidad, está en juego. Y para recordar el pasado no hay límites.

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