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Cosas de abuelos

¿Quién no ha tenido un abuelo? En los últimos tiempos, intelectuales, artistas, políticos y toreros parecen sentir la imperiosa necesidad de encumbrar a un abuelo para así gozar de un bonito árbol genealógico. En esos árboles genealógicos están brotando tantos abuelos republicanos luchadores por la libertad que uno empieza a creer que todos los abuelos estaban en el exilio y los abuelos que se quedaron aquí eran unos figurantes que puso Franco.

Hoy, por arte de magia o de una mala memoria (histórica), nadie tuvo abuelos franquistas. Maldita sea, ¿mi abuelo fue el único? Mi abuelo era al...

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¿Quién no ha tenido un abuelo? En los últimos tiempos, intelectuales, artistas, políticos y toreros parecen sentir la imperiosa necesidad de encumbrar a un abuelo para así gozar de un bonito árbol genealógico. En esos árboles genealógicos están brotando tantos abuelos republicanos luchadores por la libertad que uno empieza a creer que todos los abuelos estaban en el exilio y los abuelos que se quedaron aquí eran unos figurantes que puso Franco.

Hoy, por arte de magia o de una mala memoria (histórica), nadie tuvo abuelos franquistas. Maldita sea, ¿mi abuelo fue el único? Mi abuelo era alcalde de un pueblo de 2.000 almas. Lo recuerdo como un hombre enorme y bueno, vestido como acostumbraban los Papihonrados, hombres acomodados del campo, con traje oscuro y sin corbata. No creo que tuviera ningún tipo de convicción política, más bien se dejaba llevar, diletante y comilón, por los placeres inmediatos de la vida.

Pero veamos cómo fue que esta nieta de alcalde descubrió un día ese extraño sistema llamado democracia: era yo muy chica y estaba jugando en la calle con unos gemelos que me tenían frita por lo procaces que eran, cuando uno de ellos se para ante mí y me dice, "que lo sepas, habrá un día en que a los alcaldes los elegirá el pueblo y entonces tu abuelo...". El chaval se pasó el dedo índice por el cuello. Yo le contesté, sin querer alterarme, que todo el mundo sabía que los alcaldes en ese pueblo sólo podían ser de mi familia.

Los gemelos que, obviamente, habían oído cosas en casa, no se arredraron y se reían diciéndome, ya verás, ya verás. Me volví a casa de mi abuelo con la barbilla temblorosa, sumida en la melancolía, como si fuera la nieta del zar, llorando por un puesto que a mi abuelo casi puedo asegurar que no le importaba mucho.

En pocos años, los gemelos malvados y yo ejercimos nuestro juvenil derecho al voto sin darle un sentido especial a nuestra procedencia y votamos al mismo partido. Qué lejos y qué cerca.

Hoy hay una generación para la que ejercer el derecho al voto es tan natural que incluso defienden su derecho a no votar en "una democracia que no les satisface". Son las palabras de Jordi, que a sus 33 años y dos carreras no encuentra que los políticos hablen de sus intereses. El primero de ellos, la vivienda.

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O la carta amarga de Laura, madre soltera, mileurista y de ese tipo de ciudadanas para las que las instituciones no considera ningún tipo de subvención; o Sara, que afirma que es cosa de charlatanes de feria prometer viviendas públicas "para todos y todas", prueba de que jamás tendrán la responsabilidad de cumplir sus promesas.

Son ejemplos de las muchas voces desengañadas que a diario escriben para contar su distancia con la clase política. Hijos de la democracia que no votarán. Y esto, para un sistema tan joven, es un fracaso.

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