Columna

Nuestra playa

Las terrazas son la playa de Madrid. Mientras que en otras ciudades costeras el calor de mayo impulsa a sus habitantes al borde del mar, a nosotros nos saca a la orilla de las calles peatonales y los parques. Sentarse en una terracita al sol es lo más parecido que ofrece esta metrópoli a ese estado de embriagante lasitud, a esa evasión total que sentimos frente al océano cerrando los ojos y levantando la cabeza. El problema que sufren las terrazas de Madrid es similar al de las playas: cuesta encontrar sitio. En invierno, son los jubilados quienes copan tanto la arena de Benidorm como los asie...

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Las terrazas son la playa de Madrid. Mientras que en otras ciudades costeras el calor de mayo impulsa a sus habitantes al borde del mar, a nosotros nos saca a la orilla de las calles peatonales y los parques. Sentarse en una terracita al sol es lo más parecido que ofrece esta metrópoli a ese estado de embriagante lasitud, a esa evasión total que sentimos frente al océano cerrando los ojos y levantando la cabeza. El problema que sufren las terrazas de Madrid es similar al de las playas: cuesta encontrar sitio. En invierno, son los jubilados quienes copan tanto la arena de Benidorm como los asientos de las cafeterías-confitería madrileñas en las que meriendan durante cinco horas, pero ahora, en primavera, podemos encontrar todo tipo de gente en ambos lugares. Los turistas ya son una competencia en la ardua tarea de hallar una mesita soleada donde tomarnos un aperitivo o comer sin mirar el ceniciento menú.

Siempre me ha intrigado la relación que guardan los habitantes de una ciudad costera con su propio mar. La pasión que sentimos los madrileños por las playas resulta obvia por su singularidad, por la ineludible asociación de la sal y el sol a las vacaciones, al verano. Desear un mar ajeno es como ansiar a una amante irresistible porque nos dosifica su entrega, porque posee un innato misterio que jamás lograremos descifrar. Sin embargo, hay algo de endogámico, de incestuoso en el amor de un valenciano, un catalán, un andaluz o un vasco por su mar. No creo que acudan a enredarse en las olas con la lujuria con que nos zambullimos los madrileños, con esa excitación y esa ansia, sintiéndonos siempre sorprendidos por el roce del agua, por el perfume del salitre, por el perfil del horizonte.

Algunas ciudades aún se duelen de no tener mar. Existe el tipo de urbe traumatizada porque no ofrece ningún encanto suplementario; al tiempo que hay otras que, borrachas de magnificencia, se creen capaces de reinventarse playas al borde de los ríos. Madrid, en cambio, hace tiempo que no fantasea con el Mediterráneo y no debería comenzar a hacerlo ahora. Durante décadas vivió acomplejada ante la calma líquida de Alicante y Valencia y, sobre todo, se sintió vencida por Barcelona, que, a pesar de vivir de espaldas al mar hasta la gran reforma del 92, tenía un puerto abierto además de un centro histórico con más encanto.

No obstante, hoy Madrid se ha asumido a sí misma, ha dejado de anhelar lo que no es, al menos lo que la naturaleza le ha negado, y se ha identificado con su carácter, con sus virtudes y con sus defectos. Aunque en ocasiones el ansia de europeización lleva a los políticos a mirar a París o a Londres con una admiración excesiva. La voluntad de acabar con los neones de la Gran Vía o de peatonalizarla delatan un exaltado deseo de parisización. En cambio, lo que hace inimitables a París o a Londres no son las últimas reformas perpetradas por sus políticos, sino la fisonomía y la idiosincrasia legada por la historia.

Y en la historia de Madrid están las terrazas. En todas las ciudades de España se sacan al primer rayo de sol unas mesas y existe un camarero con un húmedo trapo gris que, más que quitar, expande la suciedad de la superficie. Las terrazas también son propias de París, pero el concepto es diferente. Para empezar, allí las sillas encaran la calle. Aunque haya dos asientos en una misma mesa, los ocupantes se sentarán hombro con hombro, en línea mirando a la vía. Las terrazas, pues, recuerdan a una especie de platea que contempla el interminable discurrir de las calles.

Las terrazas en Madrid, en cambio, sirven para mirarnos a los ojos, para cerrarlos de vez en cuando mientras el calor se nos posa por primera vez en todo el año, pero, en cualquier caso, para socializarnos. La gloria de París (el primer destino turístico del mundo) eclipsa incluso a sus habitantes. La capital de Francia parece estar por encima de sus inquilinos y visitantes, como si se tratase de un gran club de fútbol que se impone sobre sus integrantes. Con esto de que Madrid no es de nadie o, mejor dicho, de que es de todos, sus inquilinos entendemos la ciudad como un lugar a nuestro servicio y no al contrario. Esta ciudad quizá no sea el mejor sitio para sentarse al sol y contemplarla, pero sí lo es para tomarse unas cañas, mirar a los amigos y no pensar en el mar.

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