Reportaje:

Mismo asiento, mismo tren

Rosa María Ventas, herida en el atentado, ha vuelto a su rutina

Son las 7.15 en la estación de cercanías de Coslada-San Fernando (a unos 10 kilómetros al noreste de Madrid). Decenas de personas pliegan sus paraguas y atraviesan los tornos de acceso. Fuera llueve a mares y es aún noche cerrada. La multitud se mueve con la precisión del que ejecuta un gesto rutinario. También Rosa María Ventas. Enfundada en un abrigo de cuero negro, calzada con botas de tacón medio, aborda el convoy de la línea C1 y se acomoda en un asiento abatible, al fondo del vagón. "Aquí es donde iba sentada aquel día", dice con sorprendente aplomo, "pero no era el habitual. Un hombre s...

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Son las 7.15 en la estación de cercanías de Coslada-San Fernando (a unos 10 kilómetros al noreste de Madrid). Decenas de personas pliegan sus paraguas y atraviesan los tornos de acceso. Fuera llueve a mares y es aún noche cerrada. La multitud se mueve con la precisión del que ejecuta un gesto rutinario. También Rosa María Ventas. Enfundada en un abrigo de cuero negro, calzada con botas de tacón medio, aborda el convoy de la línea C1 y se acomoda en un asiento abatible, al fondo del vagón. "Aquí es donde iba sentada aquel día", dice con sorprendente aplomo, "pero no era el habitual. Un hombre se me adelantó y se sentó en mi sitio, junto a la puerta, y la bomba estalló justo al lado". Instalada aquí, al fondo, se siente segura. Pero la suya es una seguridad muy trabajada, fruto de una larga batalla contra la depresión y el miedo. Ventas, empleada de Correos, de 46 años, casada y madre de dos hijos, de 13 y 11 años, vivió en directo los atentados del 11-M. En su vagón estalló una potente bomba que lo dejó sembrado de cadáveres. Cuando fue evacuada al hospital Gregorio Marañón, un enorme hematoma le cubría el ojo izquierdo, tenía dos costillas rotas, el oído derecho abierto y numerosos cortes y erosiones en la cara, producidas por la metralla. Reunir las fuerzas necesarias para subirse de nuevo al tren y retomar la vieja rutina ha sido casi un triunfo personal sobre el terrorismo.

Un día se levantó de su asiento para preguntar de quién eran unas maletas, sin dueño aparente
Al principio, el viaje era un calvario. "Iba con los ojos como platos. Mirando a todas partes"
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El proceso ha sido largo y costoso. Después de pasar por el hospital estuvo siete meses de baja. "Muchos días ni me quitaba el pijama. No tenía humor para salir", dice Rosa. Pero un día comprendió que tenía que volver a la normalidad. "Empecé despacito. Primero me acercaba a la estación. Luego cogía el tren para ir a las revisiones médicas. Y desde que me incorporé al trabajo, en octubre de 2004, lo cojo siempre". Ahora está casi recuperada. "Me quitaron la medicación este verano".

Al principio, completar el trayecto era un calvario. "Iba con los ojos como platos. Mirando a todas partes". Un día se bajó en Atocha, una parada antes de la suya, Recoletos, incapaz de soportar ese último tramo, que es subterráneo. Otro día se levantó de su asiento, en el segundo piso de un tren de dos plantas, para preguntar, angustiada, de quién eran unas maletas que viajaban aparentemente sin dueño. Y hubo una vez en la que no pudo dominarse cuando un hombre con rasgos árabes y una enorme bolsa de plástico sacó del bolsillo un móvil. "Qué mirada le echaría que guardó el teléfono". Pero la rutina, poderoso anestésico, ha ido construyendo sólidas defensas a su alrededor.

Sale casi siempre a la misma hora de casa, se sienta todos los días en la misma zona del vagón, y ya apenas se fija en los pasajeros. "Ya no miro tanto a la gente. Porque tampoco me voy a convertir en un policía", reflexiona. En el tren, nadie mira a nadie. Frente a ella, dos hombres con aspecto de eslavos van absortos. Un poco más adelante, una chica escucha música a través de los auriculares con los ojos cerrados. Dos jóvenes, con imponente mata de pelo negro y rasgos indios, leen sendos diarios gratuitos. El vagón se llena en Vicálvaro. Mucha gente viaja de pie, apelotonada en la zona de las puertas de acceso. Casi todos, cargados con bolsos o mochilas. Alguien ha depositado la suya, de color oscuro, en el portaequipajes y hacia ella se dirige alguna que otra mirada furtiva.

Ventas lee en los trayectos para distraerse. Lo malo son los días 11 de cualquier mes. "Te entra una cosa, como una sensación en el estómago", dice. Y, por supuesto, los aniversarios. Pero son pocas fechas. La familia ha sido un asidero fundamental en este viaje de regreso a la vida normal. También el trabajo. Y eso que en su casa aceptaron la decisión de volver a subirse al tren con cierta aprensión. Hasta la psiquiatra se preocupó un poco. "Mi marido siempre me dice: '¡Ten mucho cuidadito! Ya ves tú, cuidadito'. Cómo si aquel 11 de marzo yo hubiera cometido alguna imprudencia".

El tren ya ha hecho más de la mitad del recorrido. Han quedado atrás estaciones de sobrecogedora memoria: Santa Eugenia, El Pozo. Por las ventanillas se ven de vez en cuando fogonazos dispersos del tráfico de Madrid, cada vez más intenso. Estamos entrando en Atocha. Y entonces, el tren se detiene un instante. Rosa María mira al exterior. "Aquel día era algo más tarde, porque ya empezaba a clarear". Aquel día, su tren se detuvo aquí para siempre. Pero aquel día es historia. En los andenes se agolpan otros pasajeros. Las puertas se abren unos segundos y el convoy arranca y toma un camino subterráneo. En un abrir y cerrar de ojos entra en la estación de Recoletos. Fin de trayecto, un día más. Rosa María Ventas sonríe satisfecha. El tren es mucho más rápido y le permite "ganar una hora cada día". Y esa hora es un triunfo total.

Rosa María Ventas, herida el 11-M, durante el mismo trayecto que efectuó aquel día en uno de los trenes de la muerte.RICARDO GUTIÉRREZ

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