Análisis:Fútbol | Liga de Campeones: vuelta de los octavos de final

Cuando el riesgo no tiene fin

El Barça siempre se ha tenido por un equipo guapo, más dado a la cosmética que a la cicuta. Lleva en su ADN un gusto exquisito por el juego y mima la pelota, a la que considera un bien protegido y delicado. Su puesta en escena es atractiva y atrevida, y mucho bien le haría al fútbol que tuviera un efecto mimético. Pese a sus buenas intenciones, ocurre que sus futbolistas no siempre interpretan adecuadamente la partitura. En ocasiones, como anoche en Anfield durante muchos minutos, destilan la sensación de conformarse con ser un equipo de etiqueta, al que nadie pueda reprochar su estilo.
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El Barça siempre se ha tenido por un equipo guapo, más dado a la cosmética que a la cicuta. Lleva en su ADN un gusto exquisito por el juego y mima la pelota, a la que considera un bien protegido y delicado. Su puesta en escena es atractiva y atrevida, y mucho bien le haría al fútbol que tuviera un efecto mimético. Pese a sus buenas intenciones, ocurre que sus futbolistas no siempre interpretan adecuadamente la partitura. En ocasiones, como anoche en Anfield durante muchos minutos, destilan la sensación de conformarse con ser un equipo de etiqueta, al que nadie pueda reprochar su estilo.

Tratar bien el balón debe ser un recurso para tratar mal al contrario. Y el Barça, tan agradecido en su apuesta inicial, no lo entendió hasta que dos suplentes -Gudjohnsen y Giuly- le cambiaron la rutina. No basta con ajustarse al guión y simplemente acunar la pelota. De poco sirve cuando al riesgo colectivo no se añaden los riesgos individuales. Cuando apenas nadie se atreve con el regate, con un desmarque al espacio libre o con un disparo lejano. Qué mejor que ahorrarse un punterazo de 40 metros cuando se pueden trenzar 20 toques. El fútbol engaña y no siempre lo más simple es lo más fácil. Pura apariencia. Pero, en cualquier caso, por tierra o aire -a poder ser a ras de suelo-, el fin debe ser el mismo: la diana enemiga. Y en Liverpool, cuando no tenía otro remedio, el Barça la perdió de vista un largo trecho. Ni un remate de Eto'o, condenado por Rijkaard al costado izquierdo durante la mayor parte de los 65 minutos que jugó. Al camerunés, que aún no está pletórico, se le vio tan mustio que tampoco intentó jamás algún tipo de truco con Finnan, su guardián.

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La postiza ubicación de Eto'o liberó a Ronaldinho, que prefiere gravitar por el puesto del nueve. Ahí se siente más protagonista que aparcado en la orilla, pero el brasileño no tiene genes de ariete. De esta guisa, el Barça, falto de funambulistas en el uno contra uno, perdió a su mejor artista en esta suerte. De esta forma, el Barça, que necesitaba goles, alejó de la portería a Eto'o, el más voraz del grupo. Por mucho que fuera Ronaldinho el autor de la primera ocasión azulgrana, con un remate al poste izquierdo de Reina. Hasta la quinta marcha de Gudjohnsen y Giuly, sólo Messi hizo de agitador.

La aparición de los dos suplentes no sólo aumentó los decibelios del Barça, sino que activó a Xavi e Iniesta, hasta entonces rebajados por la poca movilidad de sus delanteros. De Giuly no cabe esperar el gol, ni malabarismos cariocas, pero el francés no se frena jamás, es un incordio para cualquier defensa y un gancho magnífico para el periscopio de futbolistas como Xavi, a los que siempre invita a un buen pase al hueco. Con el islandés, el Barça encontró una sobredosis de energía y el mejor desmarque de la jornada, origen del único gol en Anfield. A partir de ellos el equipo azulgrana entendió que se puede y se debe domesticar la pelota, pero siempre con mala intención. Por esa vía se quedó a un centímetro de una prestigiosa remontada. Se fue destronado de la Liga de Campeones, pero lo hizo con su reconocible sello, a su estilo, por más que le costara una hora dar la lata a Reina. Y que no cambie jamás. Y el Liverpool, Anfield y su maravillosa coreografía, tampoco.

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