Crítica:

Un edén pansexual

En estos tiempos neopuritanos, no han sido pocos los cineastas que han tanteado la imagen pornográfica (o su simulación) como arma arrojadiza, en el empeño de contraponer una airada transgresión a esa mirada institucional que sólo contempla lo genital como fuente de culpa o epidemia. Los primeros minutos de Shortbus, segundo largometraje del rarísimo director norteamericano John Cameron Mitchell (que debutó adaptando su propio musical del off-Broadway Hedwig and the Angry Inch en 2001), componen un feliz mosaico de sexo explícito y dejan bien claro que esta película juega en otra...

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En estos tiempos neopuritanos, no han sido pocos los cineastas que han tanteado la imagen pornográfica (o su simulación) como arma arrojadiza, en el empeño de contraponer una airada transgresión a esa mirada institucional que sólo contempla lo genital como fuente de culpa o epidemia. Los primeros minutos de Shortbus, segundo largometraje del rarísimo director norteamericano John Cameron Mitchell (que debutó adaptando su propio musical del off-Broadway Hedwig and the Angry Inch en 2001), componen un feliz mosaico de sexo explícito y dejan bien claro que esta película juega en otra liga. Una liga privada, sin precedentes claros (a no ser que uno se remonte a la Factory o a Makavejev), ni continuidad posible (a no ser que los jóvenes cineastas decidan aparcar pudor y pacatería).

SHORTBUS

Dirección: John Cameron Mitchell. Intérpretes: Sook-Yin Lee, PJ DeBoy, Raphael Barker, Paul Dawson. Género: Comedia libertaria. EE UU, 2006. Duración: 101 minutos.

"Esto es como los sesenta, pero sin esperanza", dice uno de los personajes de la película, maestro de ceremonias del local de encuentros promiscuos y anarquías genitales que da título a la película. La frase define el espíritu de la propuesta: delimitar, a través de una ficción luminosa, ingenua e incluso amable, los contornos de un oasis deseable en el que esa esperanza de los sesenta aún sea posible; un territorio donde el amor libre y todo aquello que los biempensantes sancionan como perversión sexual funcione como instrumento de autoconocimiento, afirmación y, ante todo, superación del aislamiento.

El Nueva York de Shortbus es una maqueta multicolor presidida por la corona de la Estatua de la Libertad e iluminada por la energía erótica que se bombea desde las diferentes habitaciones de ese local edénico. Ahí afuera están las sombras del sida y del terrorismo, pero los personajes de Shortbus saben que, de cintura para abajo, deciden ellos a quién temer y a quién gozar. Mitchell firma la película como director, pero, en realidad, está operando casi como el alado demiurgo de un viejo happening libertario: su película se ha construido sin la base de un guión tradicional y su tejido narrativo lo han ido formando las experiencias personales y las improvisaciones de su equipo de actores, algunos de ellos primerizos o no profesionales. El resultado coloca la forma y las estrategias narrativas de la película a la altura de su mensaje, poniendo en evidencia a un buen puñado de trabajos que traicionan su progresismo teórico con unas maneras esencialmente conservadoras.

Shortbus sabe mostrar sexo explícito sin agredir al público poco curtido en el cine X, incurre en algún que otro tópico y resuelve su juego mediante una lógica más musical que narrativa. Cameron Mitchell ha vuelto a hacer una obra única en su especie. Y necesaria.

Varios personajes neoyorquinos navegan por los vericuetos tragicómicos del sexo y del amor dentro y fuera de un club polisexual underground de última generación llamado “Shortbus”.
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