Reportaje:

La melodía incesante de la Gran Vía

Un recorrido de 24 horas insomnes para tomar el pulso a la principal arteria del centro

Juan Mascuñano vive en la Gran Vía porque el silencio le da miedo. Y porque hace siete años lo perdió todo. "De lo que era a lo que soy...". Era programador informático, tenía una familia y una empresa. Ahora vive sin horarios pidiendo limosna en la calle. "Pero me lo tomo como un trabajo". Cada día gana entre 60 y 90 euros. Ha construido un pequeño cubículo de cartón en la puerta del antiguo cine Rex, cerrado desde hace meses. Y ahí duerme. "A veces todo el día".

A medianoche, Juan se prepara para empezar a pedir. Vive en la Gran Vía, pero no es uno de sus 783 vecinos empadronados. Él ...

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Juan Mascuñano vive en la Gran Vía porque el silencio le da miedo. Y porque hace siete años lo perdió todo. "De lo que era a lo que soy...". Era programador informático, tenía una familia y una empresa. Ahora vive sin horarios pidiendo limosna en la calle. "Pero me lo tomo como un trabajo". Cada día gana entre 60 y 90 euros. Ha construido un pequeño cubículo de cartón en la puerta del antiguo cine Rex, cerrado desde hace meses. Y ahí duerme. "A veces todo el día".

La abuela de Alberto vendía tabaco y cerillas; él tiene un puesto de chicles y golosinas
A las seis de la mañana la gente sale de los 'pubs', y las furgonetas de reparto toman la calle

A medianoche, Juan se prepara para empezar a pedir. Vive en la Gran Vía, pero no es uno de sus 783 vecinos empadronados. Él tiene 46 años y hace uno que no se baña. Tiene el pelo y la cara grasientos. Viste un pantalón de chándal y una sudadera harapienta. Unos calcetines que ha improvisado con papel de cocina protegen sus pies del frío. No tiene amigos, sólo el gerente de una hamburguesería que le deja ir al servicio. Sus tres hijos vinieron a verle hace unos meses. "El pequeño se puso a llorar cuando me vio", recuerda con toda la pena que cabe en sus ojos. "Lo peor es perder su cariño". Juan dice que está loco, que perdió la cabeza cuando le dejó su mujer. "La gente cree que soy un trapo, que soy tonto. Cuando vivía en Carabanchel yo era el listo del barrio. Todos venían a preguntarme cosas de matemáticas. Ahora soy pobre, pero no tonto".

A medianoche del jueves, mientras Juan termina de preparar su kit de trabajo, la gente empieza a salir de los cines y de los teatros musicales. La Gran Vía -de actualidad esta semana debido al próximo cierre de otro de sus cines, el Avenida, y de la propuesta del PSOE para peatonalizarla- empieza a dar señales de su ritmo infatigable.

En el Palacio de la Música (otro que amaga con cerrar) es noche de estreno. Los actores conversan con los admiradores. "Lo de la Gran Vía es una pena. Hoy me he enterado de que quizá el Avenida se convierta en la parte trasera de un centro comercial. Un despropósito", critica el actor Ernesto Alterio.

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El jueves por la noche se sale de fiesta. Los chavales empiezan a entrar en las discotecas. Luego, cuando salgan con algunas copas en el cuerpo, serán clientes de Xi Mian. Ella los ve pasar y coge posiciones. A esa hora en la Gran Vía hay un vendedor chino de bocadillos y refrescos cada 50 metros. La calle resiste el embate de los tres grados de temperatura, pero Xi Mian está helada. En una caja de cartón ha colocado tres paquetes de chicles y un bocadillo mal envuelto en papel de plástico. El alcohol hará el resto. Cada noche gana unos 60 euros.

A las dos de la madrugada, la Gran Vía no deja de rugir. Antonio y Carlos lo saben, por eso pasean arriba y abajo entre la gente que sale de cenar o se dirige al baile. Antonio Ruiz-Jiménez lleva 20 años pidiendo en esta avenida. "Es el mejor sitio. Ayer estuve en el barrio de Salamanca y no me dieron ni un duro". Lleva ganados 70 euros y ahora toca repasar las cabinas. "Coloco una chapa en el cajetín y queda retenido todo el cambio". Por la noche, una por una, recoge el botín; "cuando no se lo ha llevado algún listo", matiza.

A veces a Antonio le ofrecen salir en un programa de televisión contando sus "miserias". Pero lo ha hecho tantas veces que ahora tiene que adueñarse de las historias de sus compañeros. "Luego les doy algo de dinero", dice con todo respeto por la propiedad intelectual. Hoy dormirá en una pensión de Montera.

Sólo las prostitutas y una emisora de radio resisten el insomnio perenne de la Gran Vía. A las 4.30, en la puerta del edificio de la cadena SER, el vigilante Jorge Rodríguez, uno de las cerca de 13.300 personas que a diario trabajan en esta calle, aguanta el tipo de once de la noche a siete de la mañana. "Esto no para nunca. Cuando viene gente de fuera se queda extrañada. Hace poco, una invitada no quiso salir a la calle hasta que llegara el taxi. Le daba pavor", recuerda. Llegan los primeros periódicos.

Son las cinco, y sigue la batalla para conseguir taxi. Zapatones anda perdido por la Gran Vía. Juan Carlos Lema (su verdadero nombre), el inquilino permanente de la Plaza del Obradoiro, en Santiago de Compostela, ha venido a Madrid ataviado de peregrino, como siempre, para promocionar Galicia en FITUR. "Mañana llega Touriño y tengo que recibirle. ¿Qué autobús me lleva a Ifema?", pregunta blandiendo un Ducados. A las seis de la mañana un vendedor chino recoge la recaudación que había ocultado en un árbol en la esquina de Mesonero Romanos. La gente sale de pubs y discotecas, y las furgonetas de reparto se adueñan de la calle. "¿Peatonalizar la Gran Vía? Eso no se lo cree ni su abogado", dice César González, repartidor de prensa.

La feria de turismo ha colapsado los hoteles. Muchos asistentes tienen que conformarse con una pensión. En el piso octavo del número 44 de este gran escaparate, Rosa María, una cubana que vive ahí desde hace siete años, enseña su mejor habitación. "Cuando está vacía, me paso horas mirando por esta ventana". Suite triple, con baño, colchas de Ikea y excelentes vistas a la Gran Vía: 60 euros. "¿Peatonalizar? No, a mí me encanta así".

Desde la ventana, el reloj del edificio de enfrente se obstina en marcar 12.05. Pero son más de las seis de la mañana y la Gran Vía hace de repente un extraño. En una insólita calma comienza a oírse el rugir del desagüe dispuesto a tragarse lo acumulado. Sólo en segundos, mientras los trabajadores municipales limpian las calles, la Gran Vía se prepara, casi muda, para volver a llenarse. Sobre las ocho, el sol reemplaza a la luna llena.

Por la mañana, desayuno en el Nebraska. La cafetera echa chispas. A las 10.30, varios oficinistas mojan un bollo en el café con leche mientras hablan de una misteriosa tercera persona:

-Pues le he dicho que, si no le gustaba, que se metiera el informe por el culo. Nos ha jodido...

-¿Se lo has dicho así?

-Bueno... Más o menos.

Los que no quieren criticar al jefe están sentados en las mesas tipo diner que la cafetería conserva de otra época esplendorosa. Antonio Zamorano, de 51 años, lleva 35 sirviendo cafés y comida. "La Gran Vía ha cambiado mucho. Antes había un ambiente más sano, la gente venía simplemente a pasear. Eso se ha perdido y se está convirtiendo en un sitio de paso, que es diferente". Antonio sí vería con buenos ojos la conversión de la Gran Vía en avenida peatonal. Para volver a los viejos tiempos.

De forma intermitente, todos los tramos de la calle se van colapsando durante la mañana. A las 11.30, frente a Chicote, los coches apenas pueden circular. De espaldas al atasco, Walter Ramiro, un ecuatoriano de 45 años, limpia los zapatos de algunos nostálgicos. Unos 15 pares al día por tres euros y medio cada uno. "Antes era taxista, pero la necesidad obliga a hacer lo que sea", dice enseñando las fotos de sus hermosas hijas. "La Gran Vía me da de comer, hermano". El propietario de los zapatos mira altivo al horizonte como si fuera un capitán de barco.

A las dos se llenan las aceras. El imperio del menú sustituye en los bares al reino del café con leche. En Rodilla, en la plaza del Callao, varios oficinistas comen solos y alineados con la única sobremesa del paisaje exterior.

Ahí, Alberto Jaraiz come del termo que trae cada día a su puesto de golosinas. "Antes éramos los cerilleros de Madriz", dice transformando la "d" final en una sonora "z". "Vendíamos tabaco y cerillas. Las leyes nos han llevado a esto", explica señalando su arsenal de gomas de mascar. El puesto de Alberto era de su abuela, lleva ahí 50 años. En la Gran Vía, antes había 10 como el suyo. Quedan dos. "Ahora cualquiera vende chicles".

A las cinco comienza la fría tarde de rebajas. Las aceras están hechas a esa hora de empujones y bolsas de centros comerciales. Pero frente al consumismo de saldo y remate final madrileño, los focos de la primera sesión en los teatros musicales comienzan a irradiar el último glamour que le queda a la Gran Vía. Cola frente al Lope de Vega, a salvo ya decenas de personas de la tragedia que hubiera supuesto no asistir a las últimas funciones de Mamma Mia, anunciadas en la fachada como si se tratara del irremediable Apocalipsis.

Al otro lado de la calle, en la Red de San Luis, donde Álvaro Pombo perdió la vida en uno de sus poemas antes de ir, "mártir y hortera, derecho al cielo", un grupo de prostitutas trata de sobreponerse al bajón en el consumo de sexo en las horas de la comida. La esquina es un fractal de la Gran Vía. Un ejercicio concentrado de todos los elementos de sus 1.300 metros de calle. Prostitutas y matrimonios, policía y carteristas, restaurantes y consumidores.

Cuando anochece, las bocas de metro comienzan a escupir a miles de madrileños. El ocio nocturno cabalga lentamente sobre el consumo de tarde, la misma transición en la que se suceden las melodías de la Gran Vía: sin que ninguna desaparezca antes de ser reemplazada por otra.

Pasadas las doce, los teatros devuelven al público a la calle y los actores enfilan el camino a casa. "Supongo que es como la atracción que tienen las polillas por la luz. Por eso vivo en la Gran Vía", dice Santiago Segura justo al termino de su función. Segura, nacido en Carabanchel, vive y trabaja desde hace nueve años en la gran arteria del centro. "Lo de la peatonalización, sin conocer el proyecto, me parece un poco lírico. Lo que me da pena de verdad es lo de los cines. Son patrimonio de los madrileños. Me cuesta creer que vayan a dejar que desaparezca un lugar como el Palacio de la Música".

Junto a ese cine, Sofía y Silvia se congelan mientras esperan clientes. Tienen 20 y 21 años. Llegaron hace una semana de Liberia y llevan "muchas horas" sin comer nada. Les trae al pairo la peatonalización o el cierre del Avenida.

El Edificio Capitol, visto desde una de las cafeterías de la Gran Vía.C. M.
Juan Mascuñano pide limosna en medio de la Gran Vía.C. M.

EL DOBLE DE LOCALES QUE DE VIVIENDAS

En la Gran Vía viven, empadronadas, 783 personas (casi la mitad, inmigrantes) y trabajan 13.285. Hay casi el doble de locales y oficinas (1.051) que de viviendas (592); y es imposible saber cuántas de éstas están vacías

50.000 coches, 50.000 viajeros de la EMT (185 autobuses en hora punta) y 5.000 taxis cruzan cada día

41 hoteles, hostales y pensiones; 75 agencias de viajes

La cultura: dos museos, tres galerías de arte, cuatro cines (llegó a tener una decena), tres teatros

Hay 23 restaurantes y cafeterías, y dos heladerías

17 ONG, fundaciones y asociaciones de consumidores tienen aquí sus oficinas

Paisaje a pie de calle: 103 papeleras, 109 farolas, 15 bancos, 393 bolardos, 14 jardineras, 91 alcorques...

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