Columna

Reina

Con pesar leo en la prensa nacional e incluso en la norteamericana el perfil biográfico de Yvonne de Carlo, fallecida hace unos días. Unos y otros, o una sola fuente de la que todos beben, la recuerdan por sus apariciones semanales en La familia Munster, una serie de televisión simpática pero no precisamente trascendental, y pasan por alto el resto de su carrera artística, que fue en muchos aspectos deslumbrante, al menos en mis recuerdos de adolescente acongojado. Entonces las revistas la llamaban la reina del Technicolor, un título seguramente compartido con otras actrices. Aun...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Con pesar leo en la prensa nacional e incluso en la norteamericana el perfil biográfico de Yvonne de Carlo, fallecida hace unos días. Unos y otros, o una sola fuente de la que todos beben, la recuerdan por sus apariciones semanales en La familia Munster, una serie de televisión simpática pero no precisamente trascendental, y pasan por alto el resto de su carrera artística, que fue en muchos aspectos deslumbrante, al menos en mis recuerdos de adolescente acongojado. Entonces las revistas la llamaban la reina del Technicolor, un título seguramente compartido con otras actrices. Aunque era canadiense y poseía una belleza estándar, a Yvonne de Carlo la encasillaron en papeles que unían la seducción y el romance a una dosis considerable de aventuras y exotismo. Quizá su talento no era interpretativo, sino de otro tipo: un talento que le permitía encajar con naturalidad en decorados y situaciones de zarzuela y hacerlos creíbles o, al menos, comestibles. Su filmografía está jalonada de títulos tan sugerentes como: La esclava del desierto, Scheherezade, Casbah, El piel roja, Chacales del mar, Los gavilanes del estrecho. Más que del technicolor fue la reina de las sesiones dobles en cines de reestreno los jueves por la tarde, cuando podíamos cambiar el aula, la bata y la pizarra por palacios orientales donde hermosas bailarinas eran rescatadas in extremis de las garras de un malévolo visir.

Cuando la edad recomendó cambiar los cascabeles y los bombachos de tul por un atuendo más conspicuo, le ofrecieron el papel de Séfora, la abnegada compañera de Moisés en Los diez mandamientos. Ella no lo sabía, pero hacer de esposa de Moisés fue un paso intermedio para hacer de esposa de Herman Munster. De este modo pasó de vivir en un harén a vivir en una casa unifamiliar en un suburbio acomodado, mujer de un locatis inofensivo y con una familia de monstruos de misa diaria. Vale. De algo hay que vivir y éste era un trabajo seguro y tranquilo. Pero es injusto que ahora se la recuerde en su decadencia, cuando unos años antes había dado luz y color a la neblinosa existencia de tantos mozalbetes que no teníamos otro paraíso que el que ella habitaba por derecho propio. Y lo peor es que ya no está Terenci Moix para salir a defenderla.

Archivado En