Crítica:

Lo sublime en Cuba

Hay un momento en la historia de nuestra cultura en el que la religión se abisma y se reduce a lo sublime. O sea a esa experiencia personal e intransferible de ese enigma que sin palabras ni imágenes nos domina y sobrepasa inexorablemente y que, por su misma radicalidad, por su nihilismo, devalúa sin remedio los ritos, las plegarias y los mitos que eran la urdimbre de la experiencia religiosa, reduciéndolos a meras convenciones sociales. O a simples experiencias estéticas. Es el momento escanciado por San Juan, Kierkegaard y la teología negativa, y si lo cito ahora no es porque esté seguro de ...

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Hay un momento en la historia de nuestra cultura en el que la religión se abisma y se reduce a lo sublime. O sea a esa experiencia personal e intransferible de ese enigma que sin palabras ni imágenes nos domina y sobrepasa inexorablemente y que, por su misma radicalidad, por su nihilismo, devalúa sin remedio los ritos, las plegarias y los mitos que eran la urdimbre de la experiencia religiosa, reduciéndolos a meras convenciones sociales. O a simples experiencias estéticas. Es el momento escanciado por San Juan, Kierkegaard y la teología negativa, y si lo cito ahora no es porque esté seguro de que ese momento sea todavía operativo sino porque pienso que es a esa clase de reducción de la complejidad de la experiencia religiosa a la que se debe toda la obra de Marta María Pérez Bravo (La Habana, 1959). El título de su exposición es sintomático. En su cautelosa afirmación de que su acercamiento a lo religioso es Como quien se asoma a un templo, se delata la actitud básica de alguien que ya no está involucrada a fondo con la experiencia efectiva del templo -al que sólo "se asoma"-, pero que tampoco está dispuesta a malbaratarla en un álbum de instantáneas turísticas. Para ella, la experiencia del templo sólo resulta banal si la compara con la de lo sublime. En esta exposición -su primera individual en Madrid, 11 años después de su participación en una colectiva en la galería Buades-, Pérez Bravo expone, como es habitual en ella, un conjunto de fotografías en blanco y negro, en la que ella misma siempre es la modelo. Y en las que aparece desnuda y en diversas poses corporales, siempre fragmentada y siempre embozada o recubierta de arcilla, en la que a veces traza rayas o jeroglifos. Los títulos de la mayoría de esas fotos -que son otros tantos documentos de sus solitarias performances- remiten directamente al Olimpo de los dioses de la santería, la más exitosa y sincrética de las religiones afrocubanas. Olfi, Obatalá, Ochúm, Yemayá, son quienes con más frecuencia son evocadas por esta artista cubana. Pero su homenaje es siempre una interpretación consciente y no un auténtico "encabalgamiento", si por encabalgamiento entendemos la posesión por un dios que sufren quienes participan efectivamente en los ritos dionisiacos que tienen lugar en los templos santeros. No. Ella se aparta completamente de esa experiencia a la vez colectiva y extática, y sola -acompañada apenas por una cámara y quizás un ayudante- interpreta su versión de lo que habría sido un encabalgamiento, dejándonos como testimonio de su callada versión, y en forma de fotografía, una reliquia o un exvoto. O sea, los fetiches de toda relación religiosa, los testigos mudos de la renuncia irrevocable a cualquier trance de disolución del yo, como el ofrecido por los ritos santeros.

MARTA MARÍA PÉREZ BRAVO

'Como quien se asoma

a un templo'

Galería Fernando Pradilla Claudio Coello, 20. Madrid

Hasta el 13 de enero

Por eso, a mí Pérez Bravo me resulta más una reformadora religiosa que una artista, aunque -concedo- también podría ser la artista de una reforma religiosa. Reforma que tiene de singular el hecho de que ha ocurrido durante la Cuba del castrismo, sin que ese castrismo -por lo que sé- haya tomado nota de la misma.

'Protección', de Marta María Pérez Bravo.

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