Análisis:Puto teatro | TEATRO

Carioco contra las hermanas Gilda

Ritter, Dene, Voss, de Thomas Bernhard, alias Bilis the Kid, tuestacojones austriaco, peso pesado (y a veces pesadísimo) del Boxeo Delirante, revivido por Krystian Lupa, un hombre que hace honor a su apellido, un entomólogo maniaco, un amplificador de lo que no queremos o no sabemos percibir. Aquí estamos, Mariscal, en el María Guerrero y en el Temporada Alta de Girona, juntos y boquiabiertos ante una lección magistral de teatro puro. Ritter, Dene, Voss: un título que, por una vez, es un canto de amor de Bilis the Kid hacia sus actores, Ilse Ritter, Kirsten Dene, Gerd Voss...

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Ritter, Dene, Voss, de Thomas Bernhard, alias Bilis the Kid, tuestacojones austriaco, peso pesado (y a veces pesadísimo) del Boxeo Delirante, revivido por Krystian Lupa, un hombre que hace honor a su apellido, un entomólogo maniaco, un amplificador de lo que no queremos o no sabemos percibir. Aquí estamos, Mariscal, en el María Guerrero y en el Temporada Alta de Girona, juntos y boquiabiertos ante una lección magistral de teatro puro. Ritter, Dene, Voss: un título que, por una vez, es un canto de amor de Bilis the Kid hacia sus actores, Ilse Ritter, Kirsten Dene, Gerd Voss, primeros espadas del hasta entonces "cenagoso Burgtheater", donde la estrenó, en 1984, a las órdenes de su amigo Claus Peyman; un título que resuena como un conjuro, como el Mane, Thecel, Phares que una mano flotante y fantasmal escribió en la pared del comedor del festín de Baltasar, otra cena que ni sucedió ni sucederá: sucede, sigue sucediendo en un presente eterno repentizado por el arte. Una cena: así se llamó en catalán, El sopar, dirigida por Calixto Bieito, en la Beckett, en 1993, y en Francia: Dejeuner chez Wittgenstein. Bernhard habla de Wittgenstein, del filósofo enmudecido, pero también del Otro, del loco Paul, el insoportable Paul, "loco porque, a diferencia de su tío, reprimió su filosofía y exhibió su locura", y también, faltaría más, de Viena y de la Familia, de ridículos imperios polvorientos, de ratas atrapadas en un laberinto concéntrico, de la vida invivible. Ciertas obras suyas (El hombre de teatro, La fuerza de la costumbre) me escupen, me echan fuera, no puedo soportar su proliferación exasperada, su desmesura entrópica, es como ver crecer un algoritmo iterativo. Para combatir el vértigo necesito orden, partitura: Minetti, A la meta y Ritter, Dene, Voss son composiciones perfectas, en las que el rigor estructural reconcentra el hervor y al mismo tiempo le pone límites, modula el aullido. Tres personajes, tres actos, tres carriles, tres tempos, tres movimientos: Moderato, Ostinato, Allegro furioso.

A propósito de la obra Ritter, Dene, Voss, de Thomas Bernhard, en el Teatro María Guerrero, de Madrid

No pude escapar de Ritter, Dene, Voss, la gran sinfonía de Bernhard: el aire libre y las copas y la cena me llamaban, pero me retuvo su arte, y el de Lupa y el de sus inmensos actores. Tres horas y veinte pero Lupa paró los relojes, como los había parado durante las seis horas de Extinción, en el Grec 2002, otra cristalización de la entropía, una novela inaguantable convertida en diamante móvil, en cámara de espejos.

Una evidencia: Lupa está cada vez más cerca de Bergman. Ritter, Dene, Voss es El silencio repintado por Vázquez, o sea, un Tiovivo de pesadilla: las Hermanas Gilda cenan con Carioco, entre jarrones dislocados y plantas blancas por la ausencia de clorofila, y más allá de la viñeta sólo hay una ciudad desnuda, el inmenso descampado de cada atardecer. Dos solteronas, dos ociosas actrices de teatro, tiranizándose, enzarzándose como moscas contra el vidrio, mientras esperan la llegada del Gran Moscón Cojonero. Agnieszka Mandat es la pasiva-agresiva Hermenegilda, que alisa manteles hasta la extenuación; Malgorata Hakewka-Krysztofik es la compulsiva Leovigilda, que se retuerce con un vaso largo en una garra y un perpetuo emboquillado en la otra como si Vázquez le hubiera cedido el pincel a Otto Dix. Piotr Skiba interpreta al esquizo Carioco/Wittgenstein como Leopoldo María Panero con pase de pernocta y, esto es literal, con los zapatos del mismísimo Bernhard y sin calcetines, para que el perro le muerda los talones: siempre se empieza a morir por los pies. No creo que logre ver en mucho tiempo un loco más perfecto, más temible, más conmovedor; dudo muy mucho que esta sinfonía se pueda ejecutar mejor. Está la música de Bernhard, y la música de esos tres cuerpos, y la música subterránea que se cuela por los huecos como un trueno de Schönberg a cámara lenta, y la música invitada, el estallido de la Heroica mientras Carioco pone todos y cada uno de los cuadros de cara a la pared, castigados para siempre, porque hay más viñetas perversas (y austrohúngaras) dentro de la viñeta, y el verde de las paredes es el verde agónico y extraterrestre de nuestros primeros tebeos, y la música de Lupa destila y condensa la atmósfera de catafalco, el crujido de las termitas en el corazón de los muebles estilo Remordimiento, los dengues de la abulia pervertida, los rituales maniacos, los hilos al rojo vivo de la tensión.

Hay que salir a escape, hay que hacer caso a Carioco (y al gran Gamero: mejor que en casa, en cualquier parte), pero la sinfonía nos retiene porque opera contra la Entropía exterior, contra el tuteo totalitario en los hospitales y los aviones, contra los controles cada vez mayores, fuera el cinturón, fuera los zapatos, fuera los líquidos, todo el mundo seco, pasen de uno en uno, es por su bien, es por su seguridad; opera contra el tarde usted en morirse y siga produciendo, contra la música como ruido para cubrir el silencio y contra el ruido de las voces que ya nunca dirán gracias cuando alguien les ceda el paso ni devolverán el saludo de buenos días porque ya no es necesario, contra todas las voces que responden "venga", pasemos a la siguiente cosa, pasemos al minuto siguiente, al tintineante vacío siguiente, contra los viejos que han muerto y aún no se lo han comunicado, contra los chavales vestidos como delincuentes con ropa de marca, contra el todo da igual y todos son iguales. La misión del arte es parar ese afuera, juntarnos un rato ante un artefacto verídico, hiperrealista, es decir, más real que la realidad que nos venden, imponen, decretan; inventar otra realidad donde cada palabra y cada gesto y cada silencio y cada luz tenga sentido, un artefacto construido, formalizado, que te persuada de que esa otra realidad sólo puede darse así, verse así, contarse así, y por eso el silencio revivificado, que brotó al final en la noche del María Guerrero y en la noche del Teatre de Salt antes de los aplausos, era un silencio de pura gratitud por haber sido salvados durante un rato, reunidos y reconstituidos por el arte.

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