Tribuna:

Simplificar

Con cierta frecuencia se crítica a los gobiernos desde las filas de la oposición acerca de una actividad legislativa considerada baja; normalmente, los gobiernos ante tales críticas se defienden afirmando la suma de leyes y decretos que han surgido de su iniciativa. Sin embargo, tras estas críticas y sus réplicas a la defensiva se encierra un error en la forma de concebir el hecho legislativo. El número de páginas legislativas del Diario Oficial o los gigabytes de memoria digital ocupados por nuevas leyes no son indicador de eficiencia legislativa ni tan siquiera de buen gobierno. Al co...

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Con cierta frecuencia se crítica a los gobiernos desde las filas de la oposición acerca de una actividad legislativa considerada baja; normalmente, los gobiernos ante tales críticas se defienden afirmando la suma de leyes y decretos que han surgido de su iniciativa. Sin embargo, tras estas críticas y sus réplicas a la defensiva se encierra un error en la forma de concebir el hecho legislativo. El número de páginas legislativas del Diario Oficial o los gigabytes de memoria digital ocupados por nuevas leyes no son indicador de eficiencia legislativa ni tan siquiera de buen gobierno. Al contrario, crear normas y controles innecesarios, no consolidar legislaciones y no simplificar las vías administrativas a través de las cuales el ciudadano ha de cumplir las obligaciones que las leyes le exigen, esto sí que sería un error. Legislar mirando el horizonte de la cantidad supone incurrir en el riesgo de legislar de más en un mundo especialmente regulado. Decía Montesquieu que las leyes inútiles debilitan las necesarias. Si la única dirección para la actividad legislativa fuese la de la complejidad, es decir, si la única manera de dejar impronta propia por parte de un órgano legislativo fuese complicar más la vida al ciudadano, nos estaríamos equivocando.

La Administración debe percibirse como una herramienta de bienestar y no como un sobrecoste inevitable

El ciudadano precisa y demanda servicios avanzados (educacionales, sanitarios, legales, etcétera), políticas de fomento y de soporte, además de una gestión segura y de calidad sobre todo lo que le afecta (sanidad, alimentación, seguridad viaria, seguridad ciudadana, etcétera). Todo esto requiere una Administración pública adecuada y unas normas reguladoras que garanticen estos objetivos. Pero esta actuación pública, conforme a las leyes y normas establecidas, recaen en el ciudadano en forma de costes, ya sean indirectos a través de los impuestos o, simplemente, en tiempo destinado a atender los diferentes requerimientos de información o de acción. Y, obviamente, estos costes repercuten en la competitividad del país y en consecuencia en las expectativas de futuro y bienestar.

No estoy enfatizando propuestas anarquizantes, al contrario. Un sector público sensible y cercano al ciudadano significa un sector público descentralizado y que establece relaciones eficientes con el ciudadano al prestarle los servicios que este precisa. Ahora bien, para orientarse hacia este objetivo es preciso contemplar la simplificación y la facilidad de la relación del ciudadano con la Administración como una finalidad de primer nivel. Se trata de un objetivo poco aparente, que quizá no ofrece vistosidad mediática, pero no por este hecho es menos importante.

La Administración pública debe ser sentida como una herramienta facilitadora de bienestar a las personas y para la defensa del progreso del país y de sus sectores productivos, no como un sobrecoste inevitable que añadir a la sensible economía. Esto quiere decir simplificar las leyes, los procedimientos y la gestión administrativa. No se trata de reducir controles necesarios para garantizar lo que la sociedad demanda, sino de obtener el mismo resultado de una forma menos costosa.

Para avanzar en esta dirección contamos con un importante aliado en las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. De aquí la importancia que el acceso adecuado a estas tecnologías y la formación correspondiente llegue a todos los rincones de nuestro territorio. Las comunicaciones telemáticas vía Internet y la firma electrónica han de permitir acercar los ciudadanos a la Administración, y la mayor integración de los sistemas de información tiene que facilitar la deseada simplificación administrativa. Se trata de un objetivo que está a nuestro alcance en plazos relativamente cercanos. La futura Ley de Administración Electrónica acelerará este proceso.

Ahora bien, es preciso que en paralelo se adecue la legislación a esta voluntad simplificadora y al nuevo entorno, con unos medios tecnológicos avanzados. Convendría que por parte de todos los parlamentarios hubiese la preocupación acerca de que todo aquello que se regulara -y especialmente lo que afectara a procedimientos administrativos- pasara por el filtro de la máxima simplificación e integración, sin perder contenidos necesarios pero sin establecer controles duplicados o prescindibles y que se tuvieran en cuenta los costes administrativos -para la Administración y para el ciudadano- que cada nueva regulación pudiese suponer; que se diseñaran pensando en aprovechar los potenciales requerimientos de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación; que no se solicitara al ciudadano más información de la precisa y que de la información solicitada se deslindara la que fuese obligatoria de la que pudiera ser útil facilitarla, pero sin carácter obligatorio. Y en la medida de lo posible, que se integrasen las normas similares en legislaciones compiladoras que las sustituyesen.

Partimos de muchos años de inercias, básicamente acumulativas, en la legislación y en los procedimientos administrativos, es hora de romperlas y revisar lo que tenemos con la finalidad de eliminar cualquier complejidad innecesaria y alcanzar una Administración tan avanzada como el país requiere.

Francesc Reguant es economista.

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