Reportaje:

Misión entre las bombas

Un equipo especializado del Ejército español trabaja en desactivar miles de artefactos sin explotar en Líbano

Los pueblos cercanos a la base española de Taibe, en el sur de Líbano, están regados de bombas de racimo sin explosionar. Son pequeñas, de unos diez centímetros, grisáceas y abiertas por un extremo donde se sitúa la carga hueca. Las hay de colores llamativos y formas inofensivas, peligrosas para los niños que comienzan a regresar a las escuelas. Desde el 14 de agosto, cuando entró en vigor el alto el fuego entre Israel y Líbano, 22 personas han perdido la vida y 120 han resultado heridas. Su lanzamiento sobre zonas habitadas está prohibido por la ONU.

Son las ocho de la mañana. El tenie...

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Los pueblos cercanos a la base española de Taibe, en el sur de Líbano, están regados de bombas de racimo sin explosionar. Son pequeñas, de unos diez centímetros, grisáceas y abiertas por un extremo donde se sitúa la carga hueca. Las hay de colores llamativos y formas inofensivas, peligrosas para los niños que comienzan a regresar a las escuelas. Desde el 14 de agosto, cuando entró en vigor el alto el fuego entre Israel y Líbano, 22 personas han perdido la vida y 120 han resultado heridas. Su lanzamiento sobre zonas habitadas está prohibido por la ONU.

Son las ocho de la mañana. El teniente de navío Valero Oton Balanza, responsable en Taibe de la Unidad Especial de Desactivación de Explosivos (UEDE) del centro de buceo de la Armada en Cartagena, prepara el material junto a los sargentos primero Diego Hernández Robles y José Juan Martínez Murelo: cable, detonadores, explosivos y pertrechos en una caja amarilla con un aviso en su exterior: no tocar. Cuatro vehículos y una ambulancia se dirigen a Alkantara, donde los vecinos han descubierto explosivos en sus huertas. "Es la parte más visible de la misión, la que nos acerca a la población civil, que nos agradece mucho lo que hacemos", asegura Oton.

"La población civil nos agradece mucho lo que hacemos", dice el teniente Oton
Con Hezbolá hubo un incidente poco después de llegar al sur de Líbano

En la azotea de un edificio de hormigón a medio construir hay una bomba de racimo. Robles y Murelo suben por la escalera protegidos por chalecos antifragmentación y sus cascos. El artefacto está rodeado por un diminuto muro de piedras. "La población ha aprendido a marcarlas", explica Murelo. "Algunas no explotan porque han caído sobre tierra, el ángulo de impacto no era el adecuado o son defectuosas". El Ejército israelí reconoció haber arrojado 1.800 proyectiles que contenían 1,2 millones de bombas de racimo. La estadística indica que fallan el 23% de las lanzadas. La Fuerza Interina de Naciones Unidas en Líbano (UNIFIL) estima que cerca de un millón de artefactos, entre racimos, Katiushas, granadas anticarros, de mortero y otros, están sin explosionar.

"No lo vamos a tocar porque puede ser peligroso", dice el sargento primero Robles. "Le colocamos 20 gramos de explosivo y lo destruimos para evitar problemas". Este tipo de submunición viaja en una bomba de aviación que puede contener hasta 644 unidades y esparcirlas en un radio de 20.000 metros cuadrados. Un proyectil de artillería transporta 60. La unidad española depende del batallón chino, que lleva el peso de la operación. En un mes y medio han limpiado 140.000 metros cuadrados y destruido 3.200 artefactos, 400 de ellos por la UEDE.

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Oton se ha adentrado en la huerta de una casa deshabitada. Se mueve despacio, con la vista clavada en el suelo, buscando desde su metro ochenta de estatura piezas sospechosas. "Te acostumbras pronto a diferenciarlas", dice. En una mano lleva una radio y en la otra un aerosol fosforescente para marcar cada hallazgo. Algunos están señalados con guijarros, como en la azotea. "La gente tiene experiencia en guerras y sabe del peligro de encontrar explosivos a su regreso".

El terreno por el que camina Oton está sembrado de artilugios grises que se confunden con piedras. "Aquí vamos a tener trabajo". Lo mismo sucede en el terreno colindante. "Estuvimos limpiando el otro día y aparecen otras que no habíamos visto", dice el teniente de navío. Mientras, Robles y Mulero se han adentrado en una gran explanada señalizada con cintas plásticas para preparar las detonaciones. Colocan un cable junto al explosivo y después se parapetan detrás de un muro para protegerse de la explosión. Antes de detonar la carga avisan por radio: "P1 llamando a Papa Charlie. Explosión en un minuto". Oton comprueba con una mirada rápida que todos están en sus puestos y no han aparecido civiles de improviso. Rana, la traductora de los militares, se encoje en cada descarga. "¡Qué alguien diga antes fuego, por favor!", protesta.

En una de las propiedades en las que buscan bombas de racimo hay restos esparcidos de raciones del Ejército israelí, paquetes vacíos de tabaco con advertencias para la salud en hebreo y decenas de botellas de agua vacías. La unidad se mueve con cuidado en medio del desorden. "No hemos encontrado bombas trampa en ninguna casa, pero siempre lo comprobamos todo por si acaso. Es mejor ser precavidos", dice Oton.

Con Hezbolá hubo un incidente poco después de llegar al sur de Líbano. La UEDE se dirigía a una zona determinada por la FINUL para explosionar varios artefactos cuando al teniente de navío le pareció insegura porque había casas cerca y llevaba proyectiles cuya metralla tiene un radio teórico de acción de 1.200 metros. Buscaron otra posición y cuando se disponían a explosionar las cargas aparecieron dos milicianos de Hezbolá armados, algo que prohíbe la resolución 1701 del Consejo de Seguridad, y les obligaron a marcharse. El equipo no discutió, recogió sus bártulos y sus bombas y se fue en busca de un tercer lugar sin civiles ni guerrilleros.

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