Columna

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En estos días de lluvia y reclusión, recorro un esmerado tomito de la editorial Taurus que describe la tendencia del alma humana a vestir sus esperanzas con los colores de los álbumes de cromos: Historia del paraíso, de Jean Delumeau. Y así aprendo que los antiguos romanos soñaron con una isla apartada de las costas que huellan las quillas de los barcos donde el aire conserva el aroma del almizcle y la manzana no pierde su almíbar por mucho que descienda del árbol; que el Edén en que Adán y Eva tuvieron su jardín sin necesidad de pagar hipoteca contaba con las especies más lozanas y fra...

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En estos días de lluvia y reclusión, recorro un esmerado tomito de la editorial Taurus que describe la tendencia del alma humana a vestir sus esperanzas con los colores de los álbumes de cromos: Historia del paraíso, de Jean Delumeau. Y así aprendo que los antiguos romanos soñaron con una isla apartada de las costas que huellan las quillas de los barcos donde el aire conserva el aroma del almizcle y la manzana no pierde su almíbar por mucho que descienda del árbol; que el Edén en que Adán y Eva tuvieron su jardín sin necesidad de pagar hipoteca contaba con las especies más lozanas y fragantes que pueden encontrarse en cualquier invernadero, y que contemplaban la vejez como una tormenta lejana que no podía mojarles; que durante la Edad Media esforzados caballeros y navegantes buscaron hasta el naufragio la Tierra del Preste Juan, en cuyos ríos, si uno se agacha lo suficiente, puede llenarse los bolsillos de ópalos y gemas como huevos transgénicos, que no hubieran cabido en los hoyos de un campo de golf. Hoy todos somos escépticos por derecho de nacimiento y se estila reírse con compasión educada de estas fantasías de antaño, que hacían a nuestros abuelos dormirse en la madrugada entre un regusto de incienso y azúcar, que es el sabor que la esperanza deja en el paladar. Crecimos aprendiendo que los dragones y las princesas no sancionadas por regímenes parlamentarios son tan falsos como las excusas del mendigo, y que en nuestro mundo de silicio no queda lugar para confiar en el cielo, esa sede distante donde las almas son dichosas y el corazón no se ve cercado por los infortunios. Pero nos equivocamos: pongamos el televisor en el intermedio del partido o viajemos por cualquier suplemento dominical y maravillémonos de nuevo ante jóvenes rubios a los que no incordia el acné y fachadas de casas que esquivan las grietas. La publicidad es el triste paraíso del hombre contemporáneo; tan irreal como el otro pero más doméstico, más eficaz, más menesteroso.

Me detengo ante una esquina del periódico en que se recoge, a página completa, la publicidad con que la Junta de Andalucía trata de elevar el ánimo a sus maestros de secundaria, que andan, que andamos, demasiado vapuleados por las circunstancias para confiar en nuestros propios arrestos, en esos que, día a día, nos hacen penetrar sin rencor ni tristeza en el aula y el despacho. El hombre, afirma William James, es una criatura que no soporta demasiada realidad: y por eso consuela y ayuda a lamerse las heridas huir de vez en cuando a un limbo donde, como en la isla romana, el aire es patrocinado por una empresa de perfumes y donde, como en el Edén del árbol y la costilla, el desánimo se persigue con multas. "Gracias, profesores, por vuestro esfuerzo", dice la publicidad de la Junta a la vez que presenta a media docena de docentes joviales y lustrosos delante del objetivo. Reconocemos a todos y cada uno: al de Física y Química, con bigote y vientre cervecero, que se enfurece amablemente cuando los ejercicios no están hechos pero que no rehuye un debate sobre fútbol; a la de Inglés, hippy elegante ella, exigente con el alumnado y que dedica tres euros de su sueldo mensual a apadrinar niños congoleños; al de Dibujo, tan moderno con su fular y esas greñas de pintor renacentista, apto para compartir discotecas con los adolescentes en el fin de curso pero dotado a la vez de un sentido de la responsabilidad que no tolerará insubordinaciones. Todos son íntegros, perfectos y nítidos como las personas que vemos pasear a sus perros en los prospectos de las agencias inmobiliarias: no lloran, no lamentan su sino, no sufren depresión ni se sienten impotentes cuando les insultan o la administración hace oídos sordos a sus reclamaciones; no elucubran en la madrugada, buscando un empleo alternativo que no comprometa su juicio, no están hartos de servir de loncha de jamón en un sándwich en que padres y gobierno aportan las rebanadas. No: esto es publicidad y las reglas del género prohíben esas licencias. ¿Y para qué sirven las hojas de publicidad de los periódicos? Para echarlas al suelo mientras la cocina se seca o para limpiarse las posaderas después de evacuar en el campo. Para eso: para basura.

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