Columna

Llegando a ti

El pasado domingo EL PAÍS nos sorprendió con un anuncio de lo más llamativo. Por su colorido intenso y su diseño de patchwork paisajístico parecía el reclamo de alguna agencia de viajes "ofertando" un "paquete", en palabras propias del argot turístico.

Pero, examinado detenidamente, y una vez que los ojos llegaban a la parte baja, se producía la gran sorpresa: con el eslogan "250 años llegando a ti", el anunciante resultaba ser Correos, que, para demostrar que sus dos siglos y medio de antigüedad no obstaculizan lo moderno, incluía, en el pequeño cuadrado amarillo de los créditos...

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El pasado domingo EL PAÍS nos sorprendió con un anuncio de lo más llamativo. Por su colorido intenso y su diseño de patchwork paisajístico parecía el reclamo de alguna agencia de viajes "ofertando" un "paquete", en palabras propias del argot turístico.

Pero, examinado detenidamente, y una vez que los ojos llegaban a la parte baja, se producía la gran sorpresa: con el eslogan "250 años llegando a ti", el anunciante resultaba ser Correos, que, para demostrar que sus dos siglos y medio de antigüedad no obstaculizan lo moderno, incluía, en el pequeño cuadrado amarillo de los créditos, una dirección de página web y un número de teléfono. ¿El de la tan a menudo necesaria atención al cliente?

Ayer mismo he vuelto a ver en éste y otros periódicos el mismo anuncio multicolor, pero con distinta leyenda: "250 aniversario del nombramiento del primer cartero". Romántica la estampa de un coche de postas arrastrado, allá por 1756, por unos alazanes que se apresuran, azuzados por el látigo del cochero, a llevar billetes de amor de un confín a otro de un país que estaba a punto de ser la España de Carlos III.

Ahora bien, ¿qué queda, más allá de la pompa de los centenarios, de aquel primer Miguel Strogoff borbónico? Los carteros y las carteras (en Madrid reparten mucho las chicas) son unos héroes de nuestro tiempo, avanzando por las aceras con sus carretillas repletas de todo tipo de convolutos, hablando, allí donde no hay portero físico, con el silencio de los autómatas, y bregando por introducir en buzones estrechos unos sobres llenos en su mayoría de basura bancaria.

Desaparecidos de las grandes ciudades los serenos y los mieleros a domicilio, el cartero llama no dos sino mil veces a los corazones de quienes mantenemos una correspondencia y la ilusión de recibir cada mañana respuesta.

Pero es tan humano, y por ello tan frágil, este bendito servicio, que cuando la cartera de tu zona cae enferma, las cartas no llegan. Como Roma, Correos no paga suplentes (Correos Españoles se llamaba antes, dando pie a uno de los chistes más célebres de la dictadura, aquél que decía que la cara de Franco impresa en todos los sellos decretaba también, si se ponía una coma y dos palotes donde no había, la lujuria: "¡Correos, españoles!).

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Vivo enfrente de una estafeta que considero un poco mi segunda residencia, por la de veces que acudo regularmente a ella. Estuvo cerrada más de un año por unas obras de ampliación, durísimo periodo de carencia y largas caminatas a la sucursal más cercana, extraordinariamente lejana.

Un día por fin abrió sus puertas la mía, y las primeras impresiones fueron muy gratas; se había ampliado considerablemente el espacio, los ventanales dejaban pasar la luz, la señalética era de última generación y había una máquina expendedora de turnos, como en el supermercado de El Corte Inglés.

También abría desde buena mañana hasta las ocho y media de la tarde, y sin cierre al mediodía, lo cual en nuestro país constituye un audaz desafío a la inveterada costumbre de la siesta. Pero fue empezar el uso frecuente de la estafeta y sufrir no a los empleados, sino "con" ellos.

Se trata en mi caso de un grupo de gente amable y bien dispuesta que hace lo que puede, pero actuando en una ridícula inferioridad de condiciones. El local es enorme y suntuoso, pero -confiesan los propios trabajadores cuando uno se queja de guardar colas de hasta media hora para comprar estampillas- el factor humano decrece.

Llegando a ti. Correos, antiguamente modesta y carpetovetónica, incluso algo sudorosa, era, al menos en comparación con otros países del sur de Europa, un modelo de buen funcionamiento y eficacia.

Ahora todo indica que también esa empresa pública se suma a la corriente institucional del escaparatismo ilustrado: el continente por encima del contenido. Abrir un nuevo teatro con la orquesta más cara del mundo y despreocuparse de los artistas cercanos que componen o tocan.

En lo referente al servicio postal, el temor es que también a él, como a Iberia o a Telefónica, le llegue el outsourcing (o offshoring, diferencia semántica que explora con humor la nueva película, aún no estrenada, de Lars von Trier).

Es decir, que la cartera de mi barrio, con un sueldo de esclava, no sepa dónde entregar las cartas, y que la información y distribución en las oficinas dependa de una subcontrata deslocalizada en algún país pobre del Tercer Mundo. ¡Jodeos, españoles!

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