Tribuna:

Palabra de confidente

Con desigual fortuna artística, las series de televisión nos invitan a meter la nariz en los escenarios del crimen y a contemplar, como si estuviéramos allí, la descarnada violencia de los hampones. Nos hemos acostumbrado a verlos sacar provecho de la trata de blancas, el tráfico de drogas, el mercado clandestino de armas, el secuestro de niños, el comercio de órganos vitales, los atentados terroristas y los asesinatos rituales, como si su destreza fuera fruto de la errática imaginación de unos guionistas faltos de mejores ideas. Pero por trivial que sea la presencia de las formas del M...

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Con desigual fortuna artística, las series de televisión nos invitan a meter la nariz en los escenarios del crimen y a contemplar, como si estuviéramos allí, la descarnada violencia de los hampones. Nos hemos acostumbrado a verlos sacar provecho de la trata de blancas, el tráfico de drogas, el mercado clandestino de armas, el secuestro de niños, el comercio de órganos vitales, los atentados terroristas y los asesinatos rituales, como si su destreza fuera fruto de la errática imaginación de unos guionistas faltos de mejores ideas. Pero por trivial que sea la presencia de las formas del Mal en la industria del ocio y masivo el entretenimiento que procuran a televidentes aburridos, lo cierto es que las peliculillas se limitan a reproducir con torpeza dramática el desastre que tenemos bajo los pies.

Con malhechores y forajidos sin escrúpulos, que sólo en parte surgen de la miseria y de la marginación, el dominio criminal se expande como la monstruosa negación de nuestros valores. Es el perpetuo retorno de una barbarie más virulenta de lo que dan a entender nuestros temores. El ímpetu de la codicia en todas sus modalidades de estupidez y crueldad. Un combate sin fin en el que sólo gana quien puede y sólo puede quien golpea hasta matar.

Los riesgos que asume la policía encargada de desarticular tramas mafiosas, rastrear la pista de criminales huidos, rescatar a secuestrados o impedir la comisión de delitos imprevisibles también nos resultan familiares, y aunque ninguno de nosotros sepa qué significa morir en cumplimiento del deber ya nos hemos hecho a la idea del sacrificio que impone la institución policial a sus miembros. Es posible que el riesgo de dejar la piel en un navajazo accidental -con la exigua recompensa de una medalla a título póstumo- sea sorteado con pericia, suerte y entrenamiento, pero no parece más tranquilizadora la fórmula que vaya a protegerlos de un peligro menos visible aunque mucho mayor.

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El trato con soplones es la ineludible obligación del policía. Si quiere saber quién ha sido el autor de la última tropelía o descubrir a tiempo la próxima fechoría debe negociar con el confidente en la turbulencia amoral de los bajos fondos. Insinuar, prometer o conceder algún trato de favor, por lo general bastante repugnante. Al funcionario que presta servicio en esta frontera, forzado a frecuentar individuos de mala calaña, no le bastan los cursillos de lucha libre ni las prácticas de tiro al blanco pues lo que en verdad está en peligro es la conciencia ética de su identidad. Y sin perderla de vista debe transitar la línea de sombra que separa ese mundo de nuestro mundo, soportar la amenaza de ser engullido cuando cometa un desliz y recuperar cada día, al regresar a su casa, la certeza de haber vuelto en sí.

Conviene tener en cuenta cómo luchan estos hombres contra el patético disturbio del crimen organizado, tan molesto por otro lado a nuestro apacible simulacro social, en el momento de intentar comprender la dimensión subversiva de la estrategia elegida por el Partido Popular para recuperar el gobierno que perdió en las últimas elecciones generales.

Aprovechando la tragedia de los atentados del 11-M la derecha puede poner en duda la pulcritud de la diligencia judicial, cuestionar la pesquisa policial, lanzar improperios contra la mayoría parlamentaria, insinuar vinculaciones entre los autores del atentado y esa fuerza oculta cuya cercanía presienten, y esperar con mal disimulada ansiedad los beneficios electorales de su maniobra de acoso y derribo.

Ya que nadie en su sano juicio defiende la infalibilidad de los jueces, ni confía ciegamente en la investigación policial, ni sabría qué hacer cuando un adversario furioso le imputara complicidades vergonzosas, tampoco a nadie le extraña que la cúpula del Partido Popular haya descubierto errores en la instrucción judicial, fallos en la investigación policial, compungidos silencios en el Gobierno y motivos para pregonarlo todo a voz en grito.

Lo impresionante del espectáculo político montado por el Partido Popular, lo perturbador de su empecinamiento, lo desconcertante de su audacia, es constatar el origen de la información que le permite desprestigiar a los jueces, ofender a la policía, vilipendiar al Gobierno, sembrar dudas, esparcir sospechas y poner en cuestión la fiabilidad misma del Estado. Pues la más locuaz de las fuentes que maneja el PP en su campaña es la de un desdichado soplón de la policía.

Nunca se había visto nada semejante. Amparándose en las sinuosas y contradictorias declaraciones de un confidente (hechas además en defensa propia), la derecha española ha organizado una descomunal operación de sabotaje institucional. Confundiendo deliberadamente la diferencia que hay entre indicio, prueba y evidencia, aprovechando el inabarcable fárrago del procedimiento judicial, fomentando ese instinto de sospecha que al arraigar en la pereza y en la mala fe hace irrefutable la más descabellada de las acusaciones, el Partido Popular se ha propuesto consumar el brutal descrédito de todo. Nunca se había visto nada igual. El segundo partido político de España en número de escaños comportándose como uno de esos grupos antisistema que hace poco tildaba de marginales.

No es la primera vez que los líderes derechistas difaman para manchar lo que no pueden comprar. Pero nunca hasta ahora habían llegado tan lejos. Sin embargo, lo peor no es que pongan en la picota a los políticos, jueces y policías que estorban en su reconquista del poder perdido, sino la sacudida que pegan a la ciudadanía y a su maltratado espíritu de confianza cívica. Cualquier observador puede llegar fácilmente a una inquietante conclusión: si la derecha católica, conservadora y patriótica, organiza una kale borroka parlamentaria, algo grave está ocurriendo.

Los primeros en comprender el mensaje enviado por el Partido Popular a la sociedad española, y en especial a los funcionarios cuya muerte civil se les está anunciando, han sido los policías en cuya piel debíamos meternos para saber qué significa el trato con soplones y confidentes. Éste es el mensaje: "A partir de ahora no importa quién seas ni qué méritos tengas. Para nosotros vales tanto como este delincuente. Tu palabra de honor será sometida a careo y ya veremos luego qué hacemos contigo".

Obviamente, los procesados por la causa del 11-M merecen tanta justicia como compasión y la estricta tutela de sus derechos -sobre todo teniendo en cuenta que uno de ellos parece sufrir graves episodios de enfermedad mental- pero al utilizar tan dudosos personajes como ariete de su estrategia política el Partido Popular impone a los jueces, a los policías y al conjunto de la sociedad española una traumática equiparación. El complot revolucionario del PP altera valores esenciales de credibilidad y respeto social en beneficio de una vulgar pero eficaz estrategia de confusión.

No en balde se ha embarcado el partido de Mariano Rajoy en tan arriesgada e irresponsable maniobra. El efecto llamada de su campaña publicitaria ya está dando sus frutos y cada vez son más los jóvenes airados, y los viejos cabreados, dispuestos a enrolarse en las filas de una derecha que al liberarse de las restricciones de la cultura democrática ya puede capitanear sin complejos la inminente eclosión de lo reprimido durante treinta años.

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