Reportaje:

El sádico de nuestra infancia

El Grand Palais de París abre una exposición sobre las fuentes que inspiraron a Disney

París acoge acoge desde mañana la exposición titulada Érase una vez Walt Disney. La presentación en un lugar tan prestigioso como el Grand Palais y el que intervenga en su concepción gente tan fiable como Guy Cogeval, director del Museo de Bellas Artes de Montreal, hacen que exista una gran curiosidad sobre un proyecto relativo a las fuentes de inspiración de Disney, de Kipling al portal de la catedral de Naumberg pasando por Viollet-le-Duc y Gaspard Friederich para acabar en Salvador Dalí. Sin duda la exposición será magnífica y los visitantes aprenderemos mucho sobre el más famoso de ...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

París acoge acoge desde mañana la exposición titulada Érase una vez Walt Disney. La presentación en un lugar tan prestigioso como el Grand Palais y el que intervenga en su concepción gente tan fiable como Guy Cogeval, director del Museo de Bellas Artes de Montreal, hacen que exista una gran curiosidad sobre un proyecto relativo a las fuentes de inspiración de Disney, de Kipling al portal de la catedral de Naumberg pasando por Viollet-le-Duc y Gaspard Friederich para acabar en Salvador Dalí. Sin duda la exposición será magnífica y los visitantes aprenderemos mucho sobre el más famoso de los autores de dibujos animados pero dudo que eso baste para que le perdonemos a Disney las muchas maldades de las que podemos hacerle responsable.

Sin necesidad de que Robert Venturi teorizase la ciudad posmoderna, el engendro empezó a existir cuando se levantó el primer Disneyland, oficialmente concebido como un espacio en el que podían "vivir juntos mayores y pequeños, en el que existiera un punto de contacto entre el mundo de los adultos y el extraordinario laboratorio de humanidad naciente que es la imaginación infantil". Ese propósito disneyano se materializa anticipando una característica de nuestra civilización actual: la infantilización. El punto de encuentro entre mayores y pequeños se logra gracias a que los primeros se embarcan en una regresión voluntaria, la misma o parecida que hoy lleva a los sesentones a desfilar en rollers y camisetas fluorescentes por las calles de todas las capitales. Disneyland es un sueño hecho realidad pero que sólo conserva su condición de sueño si los adultos logramos hacer abstracción de todo o casi todo lo que nos rodea: del precio de la entrada, del viaje, del hotel, de los mil y un productos derivados, del tiempo perdido haciendo cola para gozar unos pocos minutos de la siguiente atracción, casi siempre concebida para provocar un brusco y violento desplazamiento de nuestro aparato digestivo tras una sacudida que nada tiene que envidiar a las que se autoinflingen los practicantes de puenting. Y todo eso es sólo parte de la visible mentira. Quien ha tenido la oportunidad de visitar un parque Disney un día de lluvia, a bajo cero, y descubrir el rostro real de Mickey, Pluto y Donald cuando se retiran, agotados y empapados, hacia sus vestuarios en espera de la próxima cabalgata, descubre de pronto de dónde vienen los regalos que nos traen los Reyes Magos.

Pero no es sólo eso. Para quienes crecimos con la llegada regular de los dibujos de Disney, su Blancanieves y los siete enanitos (1937), su Pinocho (1940), su Dumbo (1941), su Bambi (1942), su Cenicienta (1950), su Alicia en el país de las maravillas (1951), su Peter Pan (1953), su La dama y el vagabundo (1955), su La Bella durmiente del bosque (1959) o sus 101 dálmatas (1961) son prodigiosas máquinas de torturar criaturas, de someterlas a un refinado ejercicio de sadismo. En todas esas historias el pequeño espectador es obligado a identificarse con un héroe o heroína que acostumbra a perder a su madre y a quedar bajo la tutela lejana de un padre ausente. La familia de reemplazo, cuando existe, es siniestra. Y el héroe tiene que superar distintas pruebas para ser aceptado, al fin, por el grupo, ya sea porque ha dejado de ser niño, como en Bambi, y puede afrontar la ley del bosque, ya sea porque hay en él algo extraordinario, como es en Dumbo su condición de elefante volador: las enormes orejas de las que todos se burlaban son ahora alas que admirar.

Que las historias de iniciación, de paso de la infancia a la adolescencia y de esa a la juventud comportan violencia no es ningún secreto. Disney explotó esa violencia de manera sistemática, almibarada y cruelmente. A Cenicienta no le evitó vejación alguna, de la misma manera que ningún árbol dejó de convertirse en monstruo cuando convino atemorizar a una platea que estaba convencida de salir de la sala siendo huérfana. Todo tipo de trucos y efectos eran válidos para meter miedo en el cuerpo de los futuros votantes, para hacerles aceptar como normales los capones de los escolapios o la palmeta de los otros. Hemos tardado en darnos cuenta de que lo que Luis Buñuel definía como "basura sentimental" iba a ser el marco mental y físico de nuestro futuro. Ahora lo reconocemos a la perfección en los discursos de Bush o en los de monseñor Rouco pero ya hubiera debido ponernos la mosca detrás de la oreja que la primera empresa electrónica que se instaló en Silicon Valley fuese la responsable de la sincronización de Fantasía.Disneyland es un sueño hecho realidad pero que sólo conserva su condición de sueño

Un muñeco de Pinocho, en la exposición Érase una vez Walt Disney en el Gran Palais de París.AP
Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Archivado En