Columna

Nuestra Natascha

Resulta humano y periodísticamente imposible sustraerse al tema de la joven austriaca, Natascha Kampusch, pero sólo voy a glosar las sugestiones que me ha producido una página entera de información en un diario de la provincia donde me encontraba en ese momento. Eran noticias de agencia, no firmadas por profesional hispano alguno, sino por ese incoercible colectivo que redacta los sucesos que, luego, publica la mayoría de la prensa mundial.

La primera impresión es el rozagante aspecto que tiene la protagonista de la historia, a la que, con ese desdén hacia la exactitud de que hacen gala...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Resulta humano y periodísticamente imposible sustraerse al tema de la joven austriaca, Natascha Kampusch, pero sólo voy a glosar las sugestiones que me ha producido una página entera de información en un diario de la provincia donde me encontraba en ese momento. Eran noticias de agencia, no firmadas por profesional hispano alguno, sino por ese incoercible colectivo que redacta los sucesos que, luego, publica la mayoría de la prensa mundial.

La primera impresión es el rozagante aspecto que tiene la protagonista de la historia, a la que, con ese desdén hacia la exactitud de que hacen gala algunos informadores, llama adolescente, cuando ese adjetivo corresponde a criaturas entre los once y catorce o quince años. Es como cuando atropellan a un "anciano de 67 años", edad que parece vetusta a un joven redactor, pero que hace tiempo que no es correcta.

La indecisa y malvada vecina no la dejó entrar, preocupada por que le pisara su césped

Nos habla Natascha del lugar de su encierro, una celda -luego la reivindica como su hábitat- muy pequeña, cerca de los metros cuadrados que se consideran aquí como suficientes, donde se sentía como una pobre gallina. Ponen en su boca que sufrió palpitaciones cardiacas, algo que nos ocurre a todos, lo que nos palpita es el corazón, no la columna vertebral. Que el encierro afectó a su memoria, como diagnostica un cardiólogo vienés que la ha explorado, parece bastante lógico. No se puede estar impunemente encerrada ocho años en un lugar sin que la mayoría de los recuerdos no sean borrosos.

Esta Natascha tiene un lugar, independiente claro, en la nómina de mujeres jóvenes que han pasado a la historia por diversos motivos, sin ser ninguna de las precedentes. No es una María Goretti, aunque reconocemos que es prudente por su parte reservar los aspectos íntimos para un best seller futuro; tampoco es una casi mística narradora, como Anna Frank, ni hay, por ahora, síntomas que la aproximen al personaje de ficción Lolita, de Nabokov.

Su rostro corresponde al de una muchacha de su edad, con las cejas perfiladas, un leve maquillaje y aspecto sano, no muy acorde con un cautiverio tan prolongado. Es posible que su secuestrador la sacara de paseo, perfectamente dominada y mentecata. Hay detalles curiosos, que no dejan de ser humanos, en este desconfiado mundo en que vivimos. Narra la joven -según leo en el citado periódico- que "simplemente me fui y salté varias vallas. En medio del pánico, di vueltas en redondo para ver si veía a alguna persona", que es lo primero que hace quien se libera. "Toqué el timbre en una casa, pero algo no funcionaba, luego oí que había alguien en la cocina". Puede que lo que no funcionara fuera el timbre. La indecisa y malvada vecina no la dejó entrar, preocupada, según manifiesta Natascha, porque le pisara la pequeña parcela de césped ante su morada. Hay personas muy cuidadosas con las plantas, y parece que la huida cayó sobre una de ellas.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Cuando, al fin, llegan los agentes, solicita una manta, para cubrirse el rostro, ante la posibilidad de que alguien la fotografíe y luego venda la imagen a una revista o una televisión. Esto lo comprendo muy bien, porque las características del secuestro no eran las que utilizan los bárbaros de ETA, encerrando en un zulo totalmente aislado a sus víctimas. Ha intentado nuestra Natascha alguna débil defensa de su captor, no sólo por el famoso e indefinible síndrome de Estocolmo, sino porque durante ocho años se crean unos efectivos y aberrantes vínculos más fuertes que los muros y las cadenas.

Se trata de una situación anormal, en la que las reacciones de los personajes son, asimismo, anormales. El victimario había amenazado a la chica con matarla, si intentaba la fuga, pero no como castigo intrínseco, porque se complicaba él mismo en la eventualidad y cumplió con el pronóstico de quitarse la vida si se escapaba.

Es terrible imaginar la lentitud con que debieron pasar esos meses, años, en la vida de una muchacha, que conocía lo que pasaba en el mundo a través de la ventana de la televisión y lo que le contara su carcelero. Ya hay quien apunta a las posibilidades de explotación de su historia, en la prensa, en la tele, en los libros, en el cine incluso. Es posible que meditar sobre ello haya sido una vía de escape para no perder la salud mental, y creo que nadie puede reprochárselo, sino admirar el coraje de quien, en situación tan triste como es la pérdida de la libertad, se evade planeando un futuro mejor. Mucho mejor.

Archivado En