Reportaje:La inmigración en la capital

El viaje no acaba en San Cristóbal

24 horas con una familia ecuatoriana en el barrio con mayor proporción de inmigrantes

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Mercedes Tapia va a trabajar cada día en el autobús 59. Es ecuatoriana. En el trayecto es difícil encontrar a algún español. "A ese autobús lo llamamos la patera", dice Juani. Los padres de esta vecina, como los de la mayoría de españoles que viven en San Cristóbal, fueron emigrantes del sur de España. Llegaron al barrio en los años cincuenta sin demasiado en la maleta. Lo que ella llama "patera" es el vehículo en el que viajan la mayoría de los nuevos inmigrantes para ganarse la vida en distintos puntos de la capital. Las 7.086 personas que viven en San Cristóbal, el barrio con mayor densidad...

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Mercedes Tapia va a trabajar cada día en el autobús 59. Es ecuatoriana. En el trayecto es difícil encontrar a algún español. "A ese autobús lo llamamos la patera", dice Juani. Los padres de esta vecina, como los de la mayoría de españoles que viven en San Cristóbal, fueron emigrantes del sur de España. Llegaron al barrio en los años cincuenta sin demasiado en la maleta. Lo que ella llama "patera" es el vehículo en el que viajan la mayoría de los nuevos inmigrantes para ganarse la vida en distintos puntos de la capital. Las 7.086 personas que viven en San Cristóbal, el barrio con mayor densidad de inmigrantes de Madrid -un 41% de sus 17.000 habitantes-. Allí, los ecuatorianos (2.517), como en el resto de la ciudad, son mayoría.

Andrés y Carlos se levantan cada día a las 4.45 para ir a trabajar a Valladolid
El 50% de los empleados de McDonald?s donde trabaja Mercedes son ecuatorianos
En Guayaquil el coste de vida es el mismo pero el salario, cuatro veces inferior

Mercedes tiene 26 años. Es de Guayaquil. Hace seis años que vive en España. Hace dos que se mudó al barrio de San Cristóbal con ocho miembros más de su familia a un piso que compraron en la plaza de los Pinazos. Un segundo con ascensor, cuatro habitaciones, 115 metros cuadrados. Costó unos 200.000 euros. Lo comparte con su hermana melliza, Paola, y el marido y la hija de ésta, Andrés, y Chiara; con su prima Tanja y su hija de cuatro años, Milene; con Dolores, su madre, de 52 años; y su marido y su hijo, Andrés y Dylan, de 28 y 6 años. Pagan entre todos 1.200 euros de hipoteca. Además, cada día dos niños ecuatorianos se quedan en su casa desde las seis de la mañana hasta la hora de comer; Dolores los cuida a cambio de un pequeño salario.

A las once de la mañana del martes, Mercedes llega de hacer la compra, cargada de bolsas. Lleva un polo rosa, unos vaqueros y un colgante en el cuello con su nombre. Su hijo Dylan juega con un tamagochi del que no se despega. Dylan nació en Ecuador y vivió ahí hasta los dos años,sin su madre. Tenía varios perros a los que echa de menos. "Quiere volver a tener una mascota, pero primero debe aprender a ser responsable", dice la madre. Se llama Dylan por el protagonista de la serie de televisión Sensación de vivir. A su padre le gustaba mucho.

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La casa es espaciosa. En una vitrina reposan fotos de familiares que están en Ecuador. En otra, las de los parientes muertos junto a cruces y una vela que prende. "A ver si mis muertitos me ayudan mañana con el carné de conducir", dice Mercedes esperanzada. Ha suspendido dos veces la prueba práctica. Mañana se vuelve a examinar. "Mira. Ése es mi coche, se lo compré a una compañera de trabajo por 1.200 euros", dice desde el balcón y señalando un Hyundai oscuro aparcado debajo del inmueble. Desde que lo compró no lo han usado. La batería está descargada. "Si apruebo, mi marido lo llevará al taller".

Mercedes trabaja en un McDonald's del Factory de Getafe. A unos diez kilómetros de su casa. La mala comunicación del barrio, donde no llega el metro, la obliga a realizar un absurdo trayecto en dos autobuses. Para llegar tiene que hacer y deshacer el camino. Sólo en viajes puede malgastar dos horas diarias.

El único que tiene carné en la casa en su cuñado Andrés. Pero le robaron el coche hace seis meses debajo de casa. Él y Carlos se levantan cada día a las cinco menos cuarto para ir a trabajar a Valladolid, a 230 kilómetros de su casa. Instalan el sistema eléctrico de una obra. Cuando termine, la empresa les mandará a otro sitio. Andrés conduce el coche de la empresa. Tardan más de dos horas en llegar. Lo mismo por las tardes, después de trabajar. Vuelven a las diez y media. Cenan, se duchan y se van a dormir. De lunes a viernes. "Es duro. Pero no nos quejamos. Hay que aprovechar las oportunidades", dicen. Entre todos los miembros de la familia hacen unos 500 kilómetros diarios.

Milene y Dylan se aplican en sus tareas de verano mientras Dolores, la abuela, prepara un caldo de bola, un plato típico ecuatoriano: sopa de ternera con unas albóndigas gigantes de pasta de plátano verde y mantequilla de cacahuete, rellenas de carne, huevo y verduras. Mercedes habla en la cocina de sus primeros días en Madrid: "A la semana de llegar empecé a trabajar como interna en una casa de Canillejas. Lloraba cada noche. No veía a mi marido más que los fines de semana". Cada domingo por la noche se despedía de él con lágrimas en los ojos.

Se van los niños que cuida Dolores. La casa recupera el sosiego y llega Tanja, la prima, embarazada de cuatro meses. Trabaja en un supermercado y lleva seis años en España. Mañana jura bandera para obtener la nacionalidad. "Adiós a las colas en Extranjería", suspira. Está cansada y no tiene muchas ganas de hablar. "Está servido", dice la abuela. A comer.

Tanja fue la primera que vino a Europa. Estuvo un tiempo en Lisboa, con Paola. Luego llegó Andrés y después Mercedes. Todos con visado de turista. "Antes no era tan difícil de conseguir como ahora", explica. "En mi segundo trabajo (también como asistenta) tuve una jefa buenísima que me ayudó con los papeles y a traer al niño". Así consiguió la tarjeta de residencia y de trabajo y reunir a casi toda su familia. Ahora sólo faltan su padre y su hermano. El primero no vendrá; se separó de su madre. Al segundo lo esperan. Cuando la abuela habla de él todavía se emociona.

A las tres y cuarto Mercedes se arregla para ir a trabajar. "Me gusta lo que hago. Soy encargada de área. Ayudo a mis compañeros y procuro que hagan bien las cosas. Envuelvo los pedidos y a veces atiendo a los clientes", explica. Encontró el trabajo a través de la página web Infojobs.com. Estos días está estudiando unos libros que le ha proporcionado la empresa para optar a un ascenso: "Cada vez estoy mejor en España. El esfuerzo está dando sus frutos: la tarjeta de residencia, el piso, y espero que mañana el carné de conducir...". Ella también ha pedido la nacionalidad.

Para ir a trabajar primero coge el 59 y luego el 427. El segundo está casi vacío. Sólo hay empleados de empresas del polígono donde está el centro comercial. A esa hora está desierto. "Guayaquil es muy distinto de Madrid. Hay mar y no tiene estos edificios tan grandes", cuenta. Ella vivía en el barrio del Cristo del Consuelo. "Estábamos todo el día en la calle conversando, tranquilamente", recuerda. "Eso lo echo mucho de menos". En Madrid, salen muy de cuando en cuando a bailar, a una discoteca de música latina. No hacen vida de barrio.

La mitad de los 40 empleados del McDonald's donde trabaja Mercedes son ecuatorianos. "Gracias a los inmigrantes podemos seguir adelante", afirma el gerente mientras ella comienza su turno. Gana unos 1.000 euros al mes. Puede empaquetar unas 1.000 hamburguesas al día y atender a varios centenares de clientes. Sus jefes están tan contentos con ella que están tramitando los papeles de residencia de su hermana pequeña, que vive en Zaragoza. "Para seguir adelante es muy importante que se reconozca el esfuerzo que uno hace", dice ella. Hoy trabaja hasta la una de la madrugada.

Su hermana Paola, la melliza, ha llegado a casa a las cuatro de la tarde. Es casi imposible distinguirlas. Salen a dar un paseo por el barrio. Dylan lleva un monopatín y Milene una bici rosa. Chiara, la pequeña, va en su carrito. "Nos ha ido bien porque nos hemos apoyado en la familia", explica Paola. Si todo sigue igual, piensa mudarse con su marido a Toledo, a un chalé.

Paola trabaja en un Kentucky Fried Chicken del centro de Madrid. "Estoy bien. Pero ahora no funciona el aire acondicionado y hay un ruido tremendo. Estos días debemos de estar a 40 grados dentro del local", protesta. Ella y la abuela compran en el mercado del barrio. Algunos tenderos les conocen. "Nos hemos ido adaptando a los gustos de los inmigrantes", cuenta un frutero español que vende productos como yuca o plátano verde gigante.

De vuelta al hogar, la luz y la televisión se encienden casi simultáneamente. Leen periódicos gratuitos y repasan la actualidad de Ecuador a través de Internet. En la pantalla aparece Benedicto XVI. Son religiosos, van a la iglesia algunos domingos. Todos juntos. El nuevo Papa no les parece mal, "habrá que acostumbrarse", dicen. "Pero será bueno, está aquí para hacer la paz en el mundo".

En la cocina, la abuela prepara la cena. Pollo con arroz y verduras. Llega Tanja de trabajar. Tiene más ganas de hablar que antes. Mercedes no vuelve hasta la una y media. Besos para Chiara, la mimada de la casa. A las diez y media aparecen los hombres. Acaban de llegar de Valladolid. Se sientan un segundo, saludan a todos y a la ducha.

Él y Andrés trabajaron tres años como instaladores de Telefónica. "Vinimos huyendo de nuestro país. De los políticos ladrones como Abdalá Bucaram (que fuera presidente de Ecuador en 1996). De la destrucción de nuestra economía...", prosigue. "Es siempre la misma historia". En Guayaquil el coste de vida es parecido al de Madrid, y su salario, que aquí es de 1.200 euros, ahí no alcanzaría los 300. "Si uno pudiese vivir bien en su país no se marcharía nunca. Eso no todo el mundo lo entiende", añade.

Después de cenar se forma en torno a la mesa un coloquio. "Antes los españoles emigraban a nuestro país a buscar fortuna. Hoy venimos nosotros", recuerda Tanja. ¿Lo mejor de aquí? "Las oportunidades de prosperar", dice Andrés. ¿Lo peor? "Estar alejado de tu gente y de tu país", contesta Carlos. "Ah, y el clima".

Pocas veces han notado actitudes racistas. Cuando vivían en el barrio de Embajadores, hace tres años, tuvieron algún incidente. Nada grave. "Siempre hay gente mala. Pero no es lo común. Nos han tratado bien", explica Paola. "El otro día la vecina francesa del décimo me dijo que nos entendía muy bien. Que sabía lo que es estar alejado de los que quieres y de tu casa. Eso ayuda", añade su prima Tanja.

Después, todos recogen la mesa. En la tele el malo se acaba de cargar a la última víctima. A medianoche se acuestan. La abuela cede su habitación al periodista, que la acepta avergonzado. A Carlos y Andrés les quedan cuatro horas de sueño. Mercedes, cansada del trabajo, llega a la una y media y tiene que levantarse a las seis y media para examinarse del carné de conducir en Móstoles. Tanja jura bandera temprano por la mañana. A Dolores la despertarán sobre las seis las madres de los niños que cuida.

Cuando se van los hombres de la casa, ni en el cielo ni en la calle hay rastro todavía del nuevo día. Eso aparece luego, en la carretera, cuando paran a desayunar en Olmedo, ya casi en Valladolid. A las diez entra eufórica Mercedes. "¡He aprobado!", grita. La abuela prepara unas tortas de maíz sabrosa con queso.

Hoy Tanja ya es española. Como el hijo que espera. Y el carné regalará cada día dos horas más a Mercedes para estar con su familia o hacer lo que le dé la gana.

La familia de Mercedes Tapia (Milene, Tanja, Carlos, Dolores, Dylan, Andrés y Paola) reunida a la hora de cenar.PAULA VILLARPAULA VILLAR

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