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Baquiano del silencio

EL PASADO 22 de febrero, mientras caminaba por una calle de Almendralejo, su corazón se paró de repente, y el poeta peruano ingresó en su última morada con la misma discreción con que vivió. Nacido en Trujillo en 1939, fue un habitante y un explorador consumado del silencio. Para Antonio Claros vivir era un "sueño en que me tardo", era discurrir en una oscuridad luminosa, en un misterio lleno de aperturas, en una perplejidad permanente. Y como poeta buscó en cada verso suyo, hondo, limpio y sonoro, el silencio, ese "silencio que todo lo avizora", en el que se halla agazapada la esencia de la v...

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EL PASADO 22 de febrero, mientras caminaba por una calle de Almendralejo, su corazón se paró de repente, y el poeta peruano ingresó en su última morada con la misma discreción con que vivió. Nacido en Trujillo en 1939, fue un habitante y un explorador consumado del silencio. Para Antonio Claros vivir era un "sueño en que me tardo", era discurrir en una oscuridad luminosa, en un misterio lleno de aperturas, en una perplejidad permanente. Y como poeta buscó en cada verso suyo, hondo, limpio y sonoro, el silencio, ese "silencio que todo lo avizora", en el que se halla agazapada la esencia de la vida y de las cosas. Desde muy temprano supo con Supervielle que el verdadero grial de un poeta es intentar llegar con sus versos a "todo lo que nos ha abandonado sin decirnos nada de su secreto" y conquistar "las rozas ocultas de su silencio".

Antonio Claros se licenció en Literatura y Ciencias Humanas en la Universidad Nacional de Lima. Se inició en la poesía leyendo a los grandes poetas de su país: Vallejo, Eguren, Adán, Westphalen, Abril y Sologuren. Su coterráneo César Vallejo sería, junto a Rimbaud, Mallarmé y Valery, uno de los grandes faros de su vida y de su obra. Sus tempranas conversaciones con Sologuren y Salazar Bondy le dieron las primeras luces teóricas sobre el hecho estético en la poesía, que ampliaría y profundizaría en Borges y Bachelard. Sin embargo, en la vida cotidiana, aun entre amigos, Claros era reacio a exhibir su sabiduría poética y sus decantadas reflexiones teóricas. Vivía en un estilo de vida muy campechano, que era la coraza en la cual se guarnecía uno de los poetas grandes de Perú y de la lengua.

En 1960, en la revista Idea, publicó su primer poema amoroso, y en 1962, su primer poemario Chloe. En 1968 vendría Avisos y señales (Fragmentos de un diario íntimo), donde la denuncia y las reminiscencias de la juventud conforman una unidad temática. En Paisaje inmutable, 1974, se inicia su etapa de madurez, con un esmero deliberado por la estética del poema y la búsqueda de la transparencia del pálpito vital y existencial. En Presencia otoñal, 1977, tal vez su poemario más hondo y musical, el poeta se declara habitante de un silencio, de una desolación, y la contemplación tiene alcances más profundos, cristalizando en un simbolismo muy personal y depurado.

Cuando a comienzos de los años setenta llegó a Europa, fue el término de un viaje cavafiano. Quería escapar del estrecho marco de su país y descubrir los dones de ese viaje. Aquella primera estancia europea lo desubicó, pero al mismo tiempo le concedió otra manera de mirar y de mirarse. Desde entonces, los innumerables viajes por Europa y América (Madrid, París, Lima, Santa Cruz, Nueva York) fueron sacudimientos necesarios en la concepción de su poesía. El viaje y la búsqueda irían de la mano del amor y de la soledad, de la vida y de la muerte, de lo ambiguo y de lo invisible y esencial que se esconde en lo tangible.

Para defender su vocación insobornable, ejerció diversos oficios en los dos continentes: desde profesor de inglés y literatura, pasando por repartidor de paquetes, empleado de tienda, instalador de ventanas y joyero, a editor. Durante los años ochenta y noventa creó y dirigió en Madrid, donde vivió veinte años, las editoriales de poesía Sombra del Albatros y Ediciones del Tapir, en las que trabajó codo a codo con su amigo más cercano, el también poeta peruano Miguel Cabrera.

De los primordiales y trascendentales temas de la existencia del hombre, que se complementan y entretejen en sus 14 poemarios, nos habla su esencial y personal antología Comedia de las imágenes (Colmillo Blanco, 1989, y Editorial Verbum, 2003), en la que destacan las cumbres de Presencia otoñal y Parajes de lo vago (1983). El referente que anima al primer poemario es la feliz fatalidad de los ciclos de la naturaleza en cuyo fluir nos va la vida. Aquí cobra especial protagonismo el simbolismo del otoño por ser ese instante en que la vida proclama su decadencia una fértil decadencia hacia el reino de lo soñado, del "polvo que se esparce y eterniza en ilusión". Después de Presencia otoñal, la poesía de Claros se torna más reflexiva (poéticamente hablando) y se despoja de paisajes exteriores, pero, a la vez, su simbolismo, que se nutre de los elementos de esos mismos paisajes, se presenta más decantado. El poeta ha encontrado en lo de fuera la llave para acceder a lo de dentro, esa almendra ambigua e inasible, el buscado grial que arropa el silencio, la esencial ambigüedad de que están hechas la vida y la existencia. Entonces, este consumado baquiano del silencio nos lleva por sus Parajes de lo vago a través de silencios que hablan, existencias que se hacen invisibles, ciudades hechas de ausencias, olvidos que recuerdan, caídas que son subidas, claridades que enceguecen, oscuridades que iluminan, amaneceres en que se atardece y pérdidas que son hallazgos.

Dasso Saldívar (Antioquia, Colombia, 1951) es autor de títulos como García Márquez. Viaje a la semilla (Quarto, Alfaguara).

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