Crónica:LA CRÓNICA

Los pianos de Carles Santos

Visca el piano! Así se titula la exposición de, en, por, sobre, entre, contra Carles Santos en la Fundación Miró de Barcelona (hasta finales de septiembre). Sería más propia la exclamación en plural, que vivan por siempre los pianos de Carles Santos, pues en la exposición hay muchos de ellos, una verdadera manifestación que se convierte en una barroca fiesta de los sentidos. Está por ejemplo, justo a la entrada, el piano de cola hecho con naranjas de plástico, ensartadas en los anzuelos de una marrajera; o el vertical, con una mano vuelta hacia arriba sobre la que cae insistente una got...

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Visca el piano! Así se titula la exposición de, en, por, sobre, entre, contra Carles Santos en la Fundación Miró de Barcelona (hasta finales de septiembre). Sería más propia la exclamación en plural, que vivan por siempre los pianos de Carles Santos, pues en la exposición hay muchos de ellos, una verdadera manifestación que se convierte en una barroca fiesta de los sentidos. Está por ejemplo, justo a la entrada, el piano de cola hecho con naranjas de plástico, ensartadas en los anzuelos de una marrajera; o el vertical, con una mano vuelta hacia arriba sobre la que cae insistente una gota malaya; o aquel otro, con el teclado atravesado por una hélice de bronce de tres palas; o el media cola negro en habitación roja bajo imponente lámpara de araña, de La grenya de Pasqual Picanya; o el piano para adolescente, con fragmentos de escenas pornográficas reproducidos sobre las teclas (¡he dicho teclas!); o el surfero, con una plancha para deslizarse sobre las olas clavada en las entrañas; o el piano contundentemente reducido a astillas para la ocasión ("si me hubiera dedicado a enseñar, habría recomendado a los alumnos destruir al menos un piano en su vida, es una manera muy especial de poseerlo"); o la pianola teledirigida de la Pantera Imperial, abriéndose paso de autómata entre ceñudos bustos de espuma de Bach, mientras machaca preludios y fugas; o el gran cola amenazado por una gran cruz de acero en suspensión, procedente de la ópera Ricardo i Elena; o, finalmente, el Bösendorfer de concierto, expresamente llegado de Vinaròs, ante el cual el pasado viernes se sentaba el artista, vestido de negro, con las mangas rebocadas, y atacaba con inconfundible energía La polidora, pieza especialmente concebida para la Festa dels Amics 2006 de la Miró: células rítmicas en movimiento, minimalismo nervioso, fidelidad sin complejos a la influencia americana. La música de Santos se reconoce siempre por una frescura procedente de múltiples orígenes (Nueva York, París, Barcelona, Vinaròs...) que cristaliza en un fuerte temperamento mediterráneo. Santos pertenece a la estirpe de la mejor vanguardia local, la de Brossa, Miró, Tàpies, Sert, Mestres Quadreny o Guinovart. Con una característica poco frecuente en el milieu, que es la de estar de buen humor la mayor parte del tiempo.

Carles Santos es el reverso de Glenn Gould: si éste se oculta como intérprete, aquél se desnuda en escena, ajeno al pudor de confesar sus más íntimos deseos

Concluía el artista su interpretación escoltado por pinturas de su padre, Ricardo, cuando la gran cruz de acero se precipitaba sobre el piano de la sala adjunta: el estruendo, como el silencio, es también un fenómeno sonoro significativo, según la lección bien impartida por John Cage.

Santos se hace piano en la Miró: se construye, destruye e instruye ante sí mismo y el espectador sin pausa. Se relata como intérprete, con todo el masoquismo implícito: las manos del pianista clavadas sobre el pentagrama, su lengua comprimida entre la tecla y el tacón de aguja, el artista crucificado sobre el bastidor de las cuerdas como en una pasión renacentista. El masoquismo a Santos le llega directamente de Buñuel y Dalí: es el peso de la religión, la academia y la norma, de las que hay que vengarse en todo momento y lugar, imprescindible terapia de liberación ética y estética. Y por supuesto hay que combatirlas con el placer de los sentidos, las frutas y legumbres de la huerta, los pescados arrebatados al mar, las imágenes desprejuiciadas de los sueños. En cierto modo, Carles Santos es el reverso de Glenn Gould: si éste se oculta como intérprete, ensaya una imposible desaparición tras la grabación discográfica, aquél se desnuda en escena, ajeno al pudor de confesar sus más íntimos deseos y obsesiones. Uno y otro tejen una teoría del intérprete posromántico hoy ya imprescindible. Y naturalmente uno y otro están condenados a pasar cuentas con Bach. "El más grande minimalista de todos los tiempos", comentaba Santos ante la pianola histérica y los bustos colgantes del cantor de Santo Tomás el viernes pasado. Hubo un momento de juventud en que Santos se vendió el piano y se compró una moto, geste d'artiste similar al que llevó a Gould a renunciar a la escena. Pero el de Vinaròs volvió, consciente de que su arte sólo vive en la exhibición.

Es una espléndida exposición. El comisario, Manuel Guerrero, se ha dejado a todas luces las cejas recopilando, organizando, rastreando filones y a la vez alentando la creación de nuevo cuño. El catálogo es ya una referencia imprescindible del arte de Santos. Una exposición, en definitiva, digna de la experimentación vanguardista que debe presidir la Fundación Miró. Es significativo el cartel original del Concierto irregular, música de Santos sobre textos de Brossa, ilustrado por Miró para su estreno en la Fundación Maeght de Saint-Paul-de-Vence, el 22 de julio de 1968. Con noticia incluida incidente diplomático registrado: a la legación norteamericana no le gustó nada el trato dispensado a su bandera nacional en el último de los números del concierto, titulado Hommage au vietcong. La cultura combativa y libre de finales del franquismo.

Era hora de dedicar una antológica como Dios manda a este artista. Además, el Museo Textil de la calle de Montcada ha recopilado buena parte del vestuario diseñado por su compañera, Mariaelena Roqué, y utlizado en muchos montajes. Es una buena noticia para la normalidad cultural.

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