Columna

El factor humano

Durante los últimos dos o tres años, ilustres representantes de la profesión se han dirigido al resto de los mortales para anunciarnos la insostenibilidad del modelo de crecimiento. Pese a lo que puedan pensar, esta cantinela no ha sido, ni mucho menos, exclusiva de España. En algún momento de nuestras vidas todos hemos tenido que pacientemente escuchar que el desaforado consumismo de los hogares norteamericanos había ido mucho más allá de lo posible, que las políticas presupuestarias norteamericana y europea eran una amenaza cierta para la economía global y, en última instancia, que los deseq...

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Durante los últimos dos o tres años, ilustres representantes de la profesión se han dirigido al resto de los mortales para anunciarnos la insostenibilidad del modelo de crecimiento. Pese a lo que puedan pensar, esta cantinela no ha sido, ni mucho menos, exclusiva de España. En algún momento de nuestras vidas todos hemos tenido que pacientemente escuchar que el desaforado consumismo de los hogares norteamericanos había ido mucho más allá de lo posible, que las políticas presupuestarias norteamericana y europea eran una amenaza cierta para la economía global y, en última instancia, que los desequilibrios globales eran insostenibles. Tras el 11-S nos anunciaron que el peligro vendría de los efectos deflacionistas de la globalización; más tarde, que el problema sería del impacto inflacionista de la muy relajada política monetaria global; y todavía después, que el origen del ajuste serían los riesgos geoestratégicos o el estallido de alguna de las múltiples burbujas que hemos sabido crear: la inmobiliaria, la de los precios de la materias primas, etcétera. Mientras se desplegaba el catálogo teórico de posibles males, la economía mundial crecía al 5%, con un tercio de la inflación padecida en los últimos 30 años y con un comercio mundial creciendo un 25% más que el promedio histórico. Además, las bolsas mundiales en promedio se han revalorizado un 68% en dólares y, gracias a la mejora de los niveles promedio de bienestar de China e India, parece ser que se ha reducido la pobreza global.

Hace mucho tiempo que las autoridades han dejado de correr los riesgos asociados a políticas innovadoras

Los recursos exhibidos por la economía mundial para eludir el abismo han sido tan variados que el desánimo había comenzado a extenderse entre los pesimistas. Stephen Roach, según él mismo el último de la tribu, hace apenas unas semanas reconocía que la aparentemente cómoda asimilación por parte de Estados de Unidos del gradual endurecimiento monetario, el dinamismo de China y la resurrección de Japón y de Europa creaban en la economía global las condiciones apropiadas para que todo se reajustase sin bruscas sacudidas. Una vez más, nos apuntábamos al triunfo del Dr. Pangloss sobre el caos.

La verdad es que los pesimistas tienen mal fario. Ha bastado que algunos de ellos concedan que a lo mejor esto no acaba en tragedia, para que los mercados hayan experimentado la corrección más intensa de los últimos tres años. La explicación que se ha dado es que los inversores súbitamente han experimentado una brusca reducción de su tolerancia al riesgo y han reajustado sus carteras. La verdad es que nadie ha sabido explicar por qué ese cambio de actitud se ha producido ahora y no hace seis meses, o dentro de dos.

La razón de esta impotencia conceptual es comprensible: cuando se analizan en qué han cambiado las variables macroeconómicas que habitualmente se identifican con las que mueven los mercados, lo que se descubre es que a los cambios no cabe tildarlos de sorpresivos. Hace mucho tiempo que las autoridades han dejado de correr los riesgos asociados a políticas innovadoras. El mejor ejemplo quizás sea el mimo con el que está cambiando el rumbo de la política monetaria americana: llevamos en ello más de dos años y 16 subidas continuadas de 0,25 puntos porcentuales cada una del tipo de los fondos federales. Eso sí que es gradualismo.

Si los cambios en las políticas son marginales, están telegrafiados y son perfectamente anticipados por los mercados, la gran pregunta es ¿por qué los inversores -como siempre a la Fuenteovejuna: todos al mismo tiempo- deciden desprenderse de las monedas exóticas y de los bonos y acciones de países emergentes que siguen cumpliendo escrupulosamente las reglas del juego?

Y la respuesta es simple: el factor humano. El miedo. En el mejor de los casos, miedo a que a los precios alcanzados por esos activos financieros no dejen margen a futuras ganancias y haya llegado el momento de la depuración, para poder volver a empezar. Es decir, miedo a que estemos rodeados de burbujas tan ingrávidas y gentiles como pompas de jabón. Y, en el peor, miedo a lo conocido. Miedo a que las viejas leyes de la economía sigan vigentes y a alguien - ¿al nuevo y todavía no descodificado presidente de la Fed, Ben Bernanke?- se le esté ocurriendo que hay una probabilidad distinta de cero de que entremos en una fase de bajo crecimiento con elevada inflación. Y eso ya sería harina de otro costal. Como diría Murrow ... buena suerte y buenas noches.

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