DON DE GENTES

El beso de Judas

¡PUES CLARO QUE me gustaban las procesiones! ¿Y a qué niño no le podían gustar? Pero no las procesiones de la bulla turística, de los costaleros profesionales, de los políticos abriendo paso al Paso como si fueran delante de la pancarta en una manifestación. ¡Demasiado barroco para mi pobre corazón! A mí me gustaban las procesiones de las beatas, las últimas de Filipinas antes de que llegara la gran ola identitaria; a mí me gustaban ellas, las solteronas, las viudas, las oscuras, las abuelas vírgenes, las que le lloraban a Jesús igual que lloraban por un sobrino muerto, encogidas de corazón; m...

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¡PUES CLARO QUE me gustaban las procesiones! ¿Y a qué niño no le podían gustar? Pero no las procesiones de la bulla turística, de los costaleros profesionales, de los políticos abriendo paso al Paso como si fueran delante de la pancarta en una manifestación. ¡Demasiado barroco para mi pobre corazón! A mí me gustaban las procesiones de las beatas, las últimas de Filipinas antes de que llegara la gran ola identitaria; a mí me gustaban ellas, las solteronas, las viudas, las oscuras, las abuelas vírgenes, las que le lloraban a Jesús igual que lloraban por un sobrino muerto, encogidas de corazón; me gustaban ellas, las que desafinaban, las que a los cuarenta años tenían voz de viejas y salían detrás del trono con la vela encendida y una pena tremenda. Me gustaba lo poco profesionales que eran aquellos costaleros, tan desiguales, uno bajo, uno alto, otro cojo, que hacían que el trono unas veces se levantara y otras pareciera que se iba a clavar en el suelo. Me gustaban ellas, tan poco turísticas, empecinadas en llorar cada Jueves Santo, en salvar las almas de nietos y sobrinos que de niños estábamos locos por sumarnos al coro y pasar la tarde oliendo a incienso, a pis y a rancio, escuchando chismes entre oración y oración y presintiendo que aquella noche soñaríamos con los muertos que habían agonizado en el mismo colchón en el que nosotros dormíamos. Cómo no me iban a gustar. Estaba loca por estar con ellas. Cómo no admirarlas si parecían no saber lo que era el miedo durmiendo durante todo el año solas en esas casas desproporcionadas hasta que llegaban los forasteros. Cómo no admirar su valentía, su saber estar en iglesias solitarias, iluminadas sólo por las velas, acompañadas sólo de presencias irreales y de imágenes sangrantes. Claro que me gustaban las procesiones, como me podía gustar el Fantasma del Louvre, Drácula, Barbazul, la bruja que hacía engordar a Hansel y Gretel para comérselos o el hombre del saco. La pasión de los niños por el miedo, hoy prácticamente desterrado de los cuentos infantiles. El miedo y la curiosidad morbosa que entraba cuando una de esas abuelas de mano artrítica te señalaba el cuadro de la Última Cena: "Mira, éste que ha vuelto la cabeza es Judas, el que traicionó a Nuestro Señor Jesucristo". En tu interior crecía la atracción hacia el traidor, hacia el que prefería el dinero a perder la vida siguiendo a aquel extraño personaje iluminado que decía cosas tremendas y ponía a sus seguidores a prueba a cada momento. Así lo vio Pasolini y así podemos verlo con claridad en su Pasión según San Mateo. Uno piensa: "Qué hombre venado, qué fanático, qué justiciero". De su boca salen frases tan lapidarias que lo que para el niño es pesadilla, al adulto puede resultarle cómico. Recuerdo haber sufrido el miedo secreto a comprender a Judas o a tener un Judas dentro, la sensación (ahora entiendes qué humana) de que uno no puede ser fiel ni perfecto ni creyente absoluto de una causa las veinticuatro horas del día. Esta semana nos enteramos de que en el cuento tantas veces escuchado pudiera haber un cambio crucial, pudiera ser que Judas fuera el preferido de Cristo y que por eso Cristo lo eligiera para cumplir la delación que le llevaría a la gloria. Más que una historia religiosa parece una historia política. Si fuera de esta forma tendríamos, debiéramos, pensar que el beso de Judas es el beso de entrega amorosa más sacrificado de la historia, a la altura de La Traviata, el beso del que entrega su buena reputación para salvar la del amado. Una historia tal vez romántica, porque no parece que en la amistad sea posible tanto sacrificio. La historia de un amor superior, como la que cuenta Pere Gimferrer en Interludio azul, amor que salva la barrera de la distancia y de los años. Qué libro raro este Interludio para un país como en el que somos tan desvergonzados de boquilla y tan pacatos a la hora de confesarnos por escrito. El libro, la novela, la confesión o como se llame lo que Gimferrer ha escrito es tan de verdad, tan cierta, que tiene la grandeza del teatro clásico, del amor shakesperiano, el de los amores inevitables, el de los amores que ni con la muerte se curan. Parece escrito con el cálculo de un viejo que ve la vida con perspectiva y con el alma del niño que sólo es capaz de ver lo que tiene delante de los ojos y persigue tozudamente su capricho. No lo digo por decir, no. Lo digo y lo escribo después de haber abierto el libro y haberlo devorado en un rato. Lo escribo después de haberme quedado inquieta, sin haber salido todavía del libro, paseando por el libro mismo, pensando que hay gente que pasa por la vida sin haber olido lo que es el amor arrebatado, y escritores que aun escribiendo sobre el amor siempre lo hacen como turistas, sin atreverse a nombrarlo en primera persona. Aquí lo cuenta el hombre de sesenta años, a esa edad en la que los adolescentes piensan que los seres humanos se meten en la cama sólo para leer y para recordar. El hombre de sesenta años, ajeno a su edad, a su imagen y a lo que piensen de él, habla de Amor, esa palabra fácil, barata, en forma de corazón, que parece más un reclamo publicitario que otra cosa; esa palabra que no vale para nada, pero que cuando ataca de verdad es capaz de matar y de resucitar al hombre resignado que pensaba que, en lo que le quedara de vida, sólo iba a meterse en la cama para leer y para recordar. Igual que a ese nuevo Judas redescubierto, a nuestro hombre no le importa la reputación, ha escrito el libro como aquel otro dio el beso.

Jesús Nazareno desfila por las calles de Sevilla.PEPO HERRERA

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