Tribuna:

Entendiendo a Maragall

En una semana que parece propicia al sosiego y a una cierta reflexión, podría uno aventurarse a tratar de analizar algo aparentemente tan complicado como es la peculiar relación entre el actual presidente de la Generalitat, su complejo Gobierno, las tres (¿o son más de tres?) fuerzas políticas que le brindan apoyo parlamentario y la ciudadanía del país. No es, aparentemente, una tarea fácil. Ha ido popularizándose la expresión maragalladas para referirse a decisiones del presidente que desde la lógica política más o menos convencional no resultaban fáciles de explicar. En estos meses, u...

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En una semana que parece propicia al sosiego y a una cierta reflexión, podría uno aventurarse a tratar de analizar algo aparentemente tan complicado como es la peculiar relación entre el actual presidente de la Generalitat, su complejo Gobierno, las tres (¿o son más de tres?) fuerzas políticas que le brindan apoyo parlamentario y la ciudadanía del país. No es, aparentemente, una tarea fácil. Ha ido popularizándose la expresión maragalladas para referirse a decisiones del presidente que desde la lógica política más o menos convencional no resultaban fáciles de explicar. En estos meses, uno trata de buscar una racionalidad política y estratégica a esas decisiones, partiendo del supuesto (apenas desmentido) de que todo político que ocupa un cargo de representación política procura dar prioridad a las acciones políticas que le mantengan en ese cargo, o que, como mínimo, le garanticen suficiente capital político para volver a ejercerlo, y/o que le ayuden a mantener una significativa carga de legitimidad política y personal. La trayectoria política de Pasqual Maragall no apunta a que esa hipótesis de trabajo haya sido desmentida por los ya más de 25 años de protagonismo político y social.

Todos sabemos que las crisis del Gobierno de Maragall han sido recurrentes, hasta el punto de ser glosadas incluso por los propios miembros del Gabinete. Con imágenes como comparar la acción de gobierno con un viaje en el Dragón Khan, o la más surrealista que compararía las dificultades de articular la acción de gobierno con "hacer el amor en un Simca 1000", se ha tratado de explicar los avatares constantes de un Ejecutivo que parece haber ido tirando por la borda momentos estelares de su acción de gobierno. En la antología de las cosas que no debe hacer un Gobierno quedarán hechos como la aprobación de la llamada "ley de barrios", apenas entrevista entre tanto rifirrafe gubernamental y preestatutario, o el increíble desliz del consejero Carretero, que de hecho se cepilló el posible efecto balsámico que hubiera podido tener la complejísima y muy meritoria operación que formalizaba el "pacto nacional por la Educación". Es probable que en esa ocasión Marta Cid recordara aquello de para qué quiero enemigos si ya tengo compañeros de partido.

¿Y Maragall? No creo que pueda valorarse la labor de Maragall en estos más de dos años de gobierno sin tener en cuenta ese constante ruido que ha generado la coalición tripartítica. Y sin recordar que ese ruido procede de la accidentada y accidental formación de su Gobierno, y de la debilidad con que inició su labor de presidente. En estos meses han abundado los despropósitos, algunos atribuibles directamente a Maragall, otros sólo achacables a la desconexión entre su propia visión de la labor de presidente y el estrecho marco que se le brindaba. Como bien decía Josep Ramoneda en estas mismas páginas el pasado martes, Maragall "llegó lastrado por un resultado que no esperaba", y desde entonces su objetivo ha sido alcanzar cierto grado de autonomía como presidente en relación con el complejo y difícil juego de partidos que le atenazaba y que de hecho le empequeñecía.

Uno de los episodios más significativos y que asimismo ha concitado más críticas fue el provocado por el propio presidente poco después de aprobarse el 30 de septiembre el ambicioso proyecto de Estatuto en el Parlament de Catalunya. Al poco tiempo de salir de forma aparentemente airosa del gran envite que representaba el ambicioso proyecto de reforma a fondo del Estatuto de 1979, Pasqual Maragall desencadena una crisis de gobierno. Anuncia su intención de cambiar la composición de su Gabinete, filtra los nombres de los consejeros de varios departamentos que a su juicio deberían cambiar de titular, y lanza algunos globos sonda con presuntos y potenciales ocupantes de esas vacantes. Pero la estrategia que sigue para alcanzar ese objetivo es la que menos posibilidades le da para alcanzarlo. La llamada inicial a Josep Lluís Carod Rovira para anunciarle al mismo tiempo la propuesta de cambio y su no inclusión en el mismo, cercenaba casi de raíz las posibilidades de éxito de la operación. ¿Es imaginable que Maragall no previera lo que iba a ocurrir? Es cierto que la aparente pifia de Maragall le debilitaba desde el punto de vista de quienes entienden que el presidente y los partidos forman un todo único. Pero podemos entender que le reforzaba en su intento de autonomizarse de un gobierno lleno de desconfianzas internas y bloqueos cruzados, señalando al mismo tiempo a quienes en el Gobierno no cumplían con lo previsto.

Entiendo que Maragall tiene su propia agenda. Una agenda en la que da prioridad al refuerzo de la posición institucional del presidente más allá de lo que sería una simple, y hasta cierto punto cómoda, misión de mediador entre partidos, de reina madre que deja hacer y va a los actos e inauguraciones pertinentes. Quizá pretende demostrar que hay vida institucional más allá de los partidos, y que la labor y la posición del presidente no debe confundirse con la de líder de un partido concreto o de broker de la pluralidad partidista. Y para ello no ha dudado en tensar notablemente las relaciones con los poderes de Madrid. Maragall no goza de la comodidad que tenía Jordi Pujol, que acumulaba todos los poderes institucionales, partidistas y de coalición en su persona. Y tampoco encabeza un Gobierno monocolor en el que ir afianzando su liderazgo, como José Luis Rodríguez Zapatero. Maragall ha querido mantener una autonomía institucional que le coloque un paso más allá del rifirrafe de un Gobierno que aún no ha aprendido a colaborar y competir adecuadamente. Un vistazo a la página web del presidente (www.presidentmaragall.cat) explica más que mil palabras. Los apartados son "la institución", "la persona", "la política". En ellos se da todo tipo de detalles sobre la Presidencia, el lugar de trabajo y las actividades del presidente y se listan "las políticas prioritarias del President" (sic). La web es digna de un régimen presidencialista, aunque el problema es que estamos en un sistema parlamentario. Maragall trata de hacerse imprescindible para los tres partidos que componen la coalición de gobierno, añadiendo a su bagaje político un plus de imagen institucional y personal que le refuerce. Falta ver si lo consigue.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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