Columna

De pontífices y cardenales

De los papas no sabemos demasiado. Se sabe lo que dicen y hacen en público, no cómo son o se comportan en privado. Hay un manto de discreción que les envuelve, una omertá sagrada que impide a su entorno más íntimo revelar cualquier aspecto que humanice al sucesor de Pedro. No siempre fue así. Casi todos hemos leído algo de los papas de antaño y el pueblo conocía hasta sus vicios y debilidades. Ahora resulta impensable que trascendieran de Benedicto XVI las cosas que se supieron de Alejandro VI el papa Borgia. La vida privada de Joseph Ratzinger no parece realmente tan agitada como la de...

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De los papas no sabemos demasiado. Se sabe lo que dicen y hacen en público, no cómo son o se comportan en privado. Hay un manto de discreción que les envuelve, una omertá sagrada que impide a su entorno más íntimo revelar cualquier aspecto que humanice al sucesor de Pedro. No siempre fue así. Casi todos hemos leído algo de los papas de antaño y el pueblo conocía hasta sus vicios y debilidades. Ahora resulta impensable que trascendieran de Benedicto XVI las cosas que se supieron de Alejandro VI el papa Borgia. La vida privada de Joseph Ratzinger no parece realmente tan agitada como la de aquel personaje de leyenda pero, aunque fuera escandalosa, sospecho que tampoco nos enteraríamos. Con la holgura que hay en sus templos la Iglesia católica no puede permitirse un representante de Dios en la Tierra saliendo en "el tomate". Así que quien quiera encontrar flaquezas en Ratzinger lo tiene crudo. Esta semana me ha conquistado su rasgo de lucidez pidiendo a los fieles que recen para "consolidar los horizontes de paz en Euskadi", algo que al menos me recuerda el mensaje de Cristo. Esto no es asunto baladí porque, al margen de mis desacuerdos con el rumbo que han tomado los últimos jerarcas de la Iglesia católica, a veces me resulta difícil recordar la fe que representan. He de admitir que me ocurre especialmente en el caso concreto del cardenal arzobispo de Madrid. Fíjense que no consigo ver la santidad en sus homilías, en lo que dice, ni en lo que consiente. Tampoco le veo volcado con la Iglesia que trabaja a pie de obra, la de los desfavorecidos, esa que aún trata de seguir el ejemplo de Jesús de Galilea, y les aseguro que me esfuerzo en ver la luz. Se me antoja un impostor. Si la mía fuera una impresión aislada, carecería de importancia, el problema es que según una encuesta de la Fundación Santa María (nada sospechosa de fomentar el laicismo) los jóvenes españoles que se declaran católicos han bajado del 77% al 49% en la última década y la Iglesia es para ellos una de las instituciones menos fiables. Alguna responsabilidad tendrá en la debacle el señor Rouco Varela, que tanto ha mandado y sigue mandando en la Conferencia Episcopal. Creo además que, a partir de los 30, uno empieza a ser responsable de su cara y monseñor ha sobrepasado ampliamente esa edad. Otro tanto me ocurre con su socio, el obispo portavoz de la Conferencia Episcopal, Martínez Camino, instalado más en la política que en las cosas de Dios y al que me costaría dar la espalda hasta en misa.

No piensen que eso me pasa con todos los jefazos de la Iglesia, ahí está sin ir más lejos el cardenal Antonio Cañizares, un monseñor retrógrado donde los haya y no me da tanta grima. Debe de ser cosa de piel. Pero, sin duda alguna, el sentimiento más contradictorio me lo produjo en su momento el propio Juan Pablo II del que siempre lamenté que convirtiera la Iglesia en un elemento estático de conservación en lugar de una fuerza dinámica de cambio. Ahora quieren santificarlos por el método express. Yo no sé si era santo e hizo realmente todos esos milagros que se empeñan en atribuirle a toda prisa, de lo que estoy seguro es de que era un hombre esencialmente bueno.

Cubrí informativamente sus primeros viajes por España y América Latina, le vi de cerca y en la brecha durante aquellas visitas complicadas a Guatemala, Nicaragua o El Salvador y nunca tuve otra sensación que la de estar ante la bondad personificada, alguien que obraba de buena fe. Una vez incluso le tendí una pequeña trampa para arrancarle unas palabras en exclusiva y satisfacer mi ego profesional. Fue en la plaza del Obradoiro, Santiago de Compostela, 1982. El Papa recorría a pie los límites del cordón de seguridad saludando a la multitud. Logré liar a dos novicias para que le pusieran delante un micrófono cuando Carol Wojtyla se acercara a saludarlas. Así lo hicieron pero, en cuanto las pobres monjas esgrimieron aquel micro, Juan Pablo II dio un respingo, puso cara de póquer y se fue a otro lado como si hubiera visto al demonio. Aún sufro mala conciencia por aquellas ingenuas hermanitas. Imaginen, además, mi situación si este hombre llega a los altares. Intentar una diablura con un santo no parece la mejor referencia para entrar en la gloria. Confío en que la santidad sea incompatible con la venganza.

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