MI AVENTURA | EL VIAJERO HABITUAL

Un oasis llamado Cleire

EN CLEIRE, el verde irlandés se pinta de morado, y ya no hay ovejas, porque hace un tiempo les dio por irse a nadar con las focas y los delfines. Allí el verano es verano, y no esas nubes lloronas que persiguen al resto del país. Eso sí, en otoño se empieza a nublar y luego ya no hay quien se quite el chubasquero. La vida sigue su propio ritmo, tradicional y tranquilo, pese a que cada mañana el transbordador de Baltimore acerca unas dosis de civilización.

Cleire es el punto más meridional de Irlanda. Una diminuta isla que apenas cuenta cinco kilómetros de un extremo a otro. Dicen que ha...

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EN CLEIRE, el verde irlandés se pinta de morado, y ya no hay ovejas, porque hace un tiempo les dio por irse a nadar con las focas y los delfines. Allí el verano es verano, y no esas nubes lloronas que persiguen al resto del país. Eso sí, en otoño se empieza a nublar y luego ya no hay quien se quite el chubasquero. La vida sigue su propio ritmo, tradicional y tranquilo, pese a que cada mañana el transbordador de Baltimore acerca unas dosis de civilización.

Cleire es el punto más meridional de Irlanda. Una diminuta isla que apenas cuenta cinco kilómetros de un extremo a otro. Dicen que hace algunos siglos allí vivían hasta 2.000 personas, casi todos ingleses. Las casas derruidas dan crédito de ello. Ahora, unos 120 habitantes insuflan aire en los pulmones insulares. Y ya no son tan ingleses. Casi todos hablan gaélico y contribuyen a la mejora de su situación, dando cada estío conversación a las centenas de chavales que vienen a practicar el dialecto.

Allí la gente prefiere beber la local Murphy's que la dublinesa Guinness (son muy de Cork). Es algo que les toca la fibra sensible, y, aunque sean pocos, tienen tres pubs en los que cada noche comentan las muchas estrellas fugaces que han visto en un cielo infinito. Todo el mundo tiene una ocupación en Cleire. La mayoría, granjeros; pero me atrevería a decir que hay casi de todo, ya que a esta diminuta isla no le falta de nada: tiene lago, faro, iglesia, cámping, albergue, museo, tienda, bahía y hasta una gasolinera. Eso sí, en diminutas proporciones.

Es agradable sentirse rodeado de agua y contemplar este lugar con tus propios ojos desde diferentes perspectivas. Desde los acantilados, desde un antiguo faro donde se permiten los fuegos de madrugada o al pasear de cuesta en cuesta rompiendo los desniveles, recibiendo los saludos de caras amigas, siempre al acecho de una buena conversación a la irlandesa.

Desde un principio comprendes el porqué de tanta devoción de los habitantes hacia Cleire. Te has olvidado de la ciudad, de sus ruidos y olores. Incluso has recuperado algunos sentidos que tenías aturdidos. Al cabo de un tiempo puedes pensar que hay demasiada agua y poca tierra. Entonces Cleire te suelta y te deja volar libre, como libres vuelan los miles de aves que cada año visitan la isla. La visitan y la dejan.

El autor (a la derecha) y su hermano, en uno de los muchos acantilados de Cleire.

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