Columna

Ratas

Una vez, vi a mi padre espolvoreando una nieve verde sobre el motor del coche. Le pregunté por qué, y él me explicó: se le habían metido ratas. Desde entonces, cada vez que subía al viejo Renault cromado que trasladaba a la familia al hipermercado y a casa de la abuela, no podía evitar pensar en aquellos seres peludos y turbios agazapándose junto al carburador, acechando encima de la batería y afilándose los colmillos contra los tubos de ventilación. Procuraba oírlos siempre que el vehículo se ponía en marcha, pero sólo percibía el ronquido desapasionado de los pistones al oscilar. Nunca llegu...

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Una vez, vi a mi padre espolvoreando una nieve verde sobre el motor del coche. Le pregunté por qué, y él me explicó: se le habían metido ratas. Desde entonces, cada vez que subía al viejo Renault cromado que trasladaba a la familia al hipermercado y a casa de la abuela, no podía evitar pensar en aquellos seres peludos y turbios agazapándose junto al carburador, acechando encima de la batería y afilándose los colmillos contra los tubos de ventilación. Procuraba oírlos siempre que el vehículo se ponía en marcha, pero sólo percibía el ronquido desapasionado de los pistones al oscilar. Nunca llegué a verlas; al cabo mi padre dejó de nevar bajo el capó y aquellos seres misteriosos, que yo imaginaba el resultado de un mestizaje entre el pelaje del mamífero y los engranajes del automóvil, pasaron a convertirse en animales mitológicos. Años más tarde, en un almacén de chapa, me enteré de que no vivían sólo en mi fantasía. Mientras descargaba camiones en aquel polígono industrial del extrarradio para costearme los vicios, hallé un rastro de la misma sustancia verde con que mi padre purgaba su Renault, y seguí la estela hasta un rincón. Allí, repugnante, fláccido, abandonado como un pañuelo sucio, había un cadáver. Tenía el pelo encrespado alrededor del lomo, unos ojos negros en los que el brillo del hambre acababa de extinguirse y una cola larga y pesada que me recordó al tentáculo de un extraterrestre. El encargado, haciendo caso omiso a mi visaje de repulsión, confirmó que habían invadido el almacén: estaban por todas partes, debajo de las cajas, escondidas en el contador de la luz, y la provisión de veneno con que contaba la empresa no bastaba para satisfacer los estómagos de todas.

Las ratas comparten un rasgo muy esclarecedor con esos seres humanos que buscan intoxicarlas: aman las ciudades. En Sevilla se han visto obligados a cerrar ya media docena de escuelas y un parque, el del Valle, porque las ratas se pasean por ellos con demasiada despreocupación y los ciudadanos temen sus mordeduras. Una estadística calcula que en la capital las ratas superan a los humanos en proporción de cinco a uno. Inútil tratar de suprimirlas: seguirán en sus puestos, en los sótanos, en las alcantarillas, tras los matojos que los empleados municipales no arañan con sus rastrillos. No funcionarán los cepos ni el polvo; pueden esperar a que la ofensiva amaine escondidas en la oscuridad y regresar más tarde a su paraíso de desperdicios y podredumbre. En el pánico y la aversión que nos despiertan las ratas hallo vestigios de la intranquilidad con que nuestra conciencia observa esos recovecos de sí misma que no ilumina del todo: deseos dislocados, instintos que es mejor retener con bozales, zonas de sombra que la moral resulta demasiado espantadiza para explorar. Las ratas son el subconsciente del hombre de ciudad, su tendencia al cemento y la goma del neumático, el impulso malsano que le hace huir del horizonte oxigenado de los bosques. No pueden morir por mucho veneno que ingieran: si desaparecen se llevarán con ellas los edificios, las avenidas, los bares, el insomnio. Si el Flautista de Hamelín las convence para sepultarlas en la base de la montaña, arrastrará con ellas también a los niños, de quienes dependen las alcantarillas de mañana.

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