Columna

Trauma

La semana pasada, una adolescente madrileña de 16 años dio un falso aviso de bomba en su colegio para librarse de un examen. Hace un par de meses, una chica de 23 años que vivía con su novio en Pinto, cerca de Madrid, telefoneó al banco en el que ella y su pareja tenían una cuenta en común y anunció que había un artefacto explosivo en la sucursal. También era mentira, desde luego: resulta que el novio había bajado a comprobar los movimientos de la cuenta y ella, que había sido muy gastona, quería impedírselo. A ninguna de las dos mentirosas les funcionó el engaño: enseguida fueron descubiertas...

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La semana pasada, una adolescente madrileña de 16 años dio un falso aviso de bomba en su colegio para librarse de un examen. Hace un par de meses, una chica de 23 años que vivía con su novio en Pinto, cerca de Madrid, telefoneó al banco en el que ella y su pareja tenían una cuenta en común y anunció que había un artefacto explosivo en la sucursal. También era mentira, desde luego: resulta que el novio había bajado a comprobar los movimientos de la cuenta y ella, que había sido muy gastona, quería impedírselo. A ninguna de las dos mentirosas les funcionó el engaño: enseguida fueron descubiertas por la policía.

De estas historias absurdas me interesa, sobre todo, el horizonte social que dibujan. En qué mundo vivimos que a una muchacha manirrota y a una niña gandula se les ocurre fingir una amenaza de bomba para salvar la cara. La violencia desordenada y ciega, el terrorismo y el caos forman parte de nuestra vida cotidiana hasta un punto del que ni siquiera nos damos cuenta.

Los humanos poseemos una fenomenal capacidad de adaptación, una plasticidad tenaz que es la clave de nuestro triunfo como especie. Tan adaptables somos que a menudo ni siquiera llegamos a ser del todo conscientes del miedo que sentimos. Al parecer, desde el cataclismo de las Torres Gemelas se leen menos novelas en Europa, o eso me dicen mis diversos editores. Y no sólo eso: también ha cambiado el tipo de libro que se lee. En España la diferencia es evidente: hace cinco años, las listas de los diez libros más vendidos solían incluir dos o tres típicos best sellers y el resto eran obras mejores o peores, pero de autor, con una mirada propia sobre el mundo. Hoy, en cambio, las listas ofrecen siete u ocho best sellers y dos o tres novelas personales. Se me ocurre que la gente no quiere pensar, no quiere sentir; que muchos sólo aspiran a entretenerse y aturdirse. Y esto es así porque probablemente estamos traumatizados por los acontecimientos de los últimos años, por la brutalidad del nuevo orden (o desorden) mundial, por nuestra indefensión. Pero es un trauma oculto que sólo emerge en pequeños detalles como éstos, los libros que leemos, los explosivos embustes con los que intentamos disimular nuestros problemillas.

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