Columna

Voracidad insaciable

El lugar ocupado en los sistemas democráticos contemporáneos por los partidos políticos, situados a medio camino entre los órganos del Estado y las agrupaciones voluntarias de la sociedad civil, ha encarecido desmesuradamente su financiación. La tarea asignada a los partidos por la Constitución de 1978 (expresar el pluralismo, concurrir a la formación de la voluntad popular y servir de instrumento a la participación política) no es una simple fórmula retórica. Y la denominación Estado de partidos aplicada a la estructura de poder resultante tampoco es una expresión coloquial o despectiv...

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El lugar ocupado en los sistemas democráticos contemporáneos por los partidos políticos, situados a medio camino entre los órganos del Estado y las agrupaciones voluntarias de la sociedad civil, ha encarecido desmesuradamente su financiación. La tarea asignada a los partidos por la Constitución de 1978 (expresar el pluralismo, concurrir a la formación de la voluntad popular y servir de instrumento a la participación política) no es una simple fórmula retórica. Y la denominación Estado de partidos aplicada a la estructura de poder resultante tampoco es una expresión coloquial o despectiva: la organización del proceso electoral, el funcionamiento de la maquinaria legislativa y la dirección política de las Administraciones Públicas están confiadas casi enteramente a sus cuidados.

Las necesidades de los partidos han desbordado hoy día ampliamente los viejos cauces utilizados para satisfacerlas hace cincuenta años: si los gastos de las facciones oligárquicas del siglo XIX eran sufragados por los líderes parlamentarios mediante una oscura corriente de intercambios monetarios con organizaciones clientelares, los grandes partidos de masas de signo clasista, confesional o nacionalista surgidos al calor de la democratización de la vida pública en el siglo XX carecían de apoyos presupuestarios y se financiaban privadamente con las cuotas de los afiliados y las ayudas de las instituciones sociales y los grupos económicos cuyos intereses defendían. El encarecimiento actual de los costes se ha disparado no sólo por las funciones paraestatales de los partidos, sino también por la desaparición del trabajo voluntario y gratuito de sus militantes como propagandistas, agitadores y activistas. El calendario disperso de las citas ante las urnas (europeas, legislativas, autonómicas, municipales y refrendatarias) multiplica el importe de las facturas publicitarias de unas campañas electorales basadas sobre la propaganda por correo, los carteles callejeros, los anuncios de prensa y las cuñas radiofónicas. La compra o el alquiler de una tupida red de sedes locales y el mantenimiento de una amplia organización burocrático-política asalariada elevan la cuantía de unas necesidades carentes al parecer de techo.

Al igual que lo que ocurre en otros países democráticos, los Presupuestos Generales del Estado incluyen generosas subvenciones para pagar las campañas electorales, los grupos parlamentarios y municipales, las fundaciones y los gastos anuales de funcionamiento ordinario de los partidos. Pero el cuerno de la abundancia del dinero público nunca llega a colmar la voracidad insaciable de sus tesorerías: la experiencia de las dos últimas décadas enseña que no sólo en España, sino también en otros sistemas europeos los partidos han bordeado o traspasado la frontera de la ley para satisfacer esa enfermiza bulimia. No siempre se trata de las responsabilidades penales que salpicaron al PSOE con el caso Filesa y al PP con el caso Sóller y el caso Naseiro. Para la opinión pública también es ofensivo que la condonación de un crédito bancario del PSOE, el PP, el PSC o ERC pretenda ser equiparada por sus beneficiarios con las operaciones mercantiles de quita de importes y espera de vencimientos solicitadas en el mundo del comercio por los deudores a los acreedores. Y el desproporcionado porcentaje de donaciones anónimas recibidas por el PP, CiU y PNV huele asimismo a puchero enfermo.

A través de sus grupos parlamentarios, los partidos podrían aprobar todo tipo de medidas -administrativas y penales- para endurecer los controles y las sanciones sobre la financiación de la vida política. Ni el PSOE ni el PP aprovecharon la mayoría absoluta de la que dispusieron en su día para tomar esa iniciativa; tampoco la adoptó CiU, que completó las mayorías relativas de los socialistas en 1993 y de los populares en 1996. La reforma de la ley de financiación de 1987 -ha iniciado ya su tramitación en el Congreso- dará al Gobierno de Zapatero y a los grupos que le apoyan la ocasión de blindar una norma por cuyas grietas se ha venido colando el dinero negro. En el ámbito de la financiación privada, sería imprescindible -junto a la prohibición de las donaciones anónimas de particulares ya incorporada a la propuesta- revisar el artículo 2.2.d) sobre los créditos bancarios concertados por los partidos a fin de imposibilitar esas abusivas condonaciones.

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