Tribuna:

El incendio de Alejo Vidal-Quadras

La historia de los intelectuales es ya larga y se extiende desde el Ochocientos, una historia que no siempre nos muestra momentos dignos o decentes. Un intelectual, como bien se sabe, no es un experto ni un escritor ni un artista que desempeñan su trabajo ordinario, que crean con sus utensilios el objeto que habitualmente se proponen. Un intelectual es un experto o un escritor o un artista que se pronuncia sobre temas que no son de su incumbencia valiéndose de su prestigio, de su nombradía, de su autoridad. Ocurre algo en el mundo y es justamente en ese momento cuando aquél levanta su voz para...

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La historia de los intelectuales es ya larga y se extiende desde el Ochocientos, una historia que no siempre nos muestra momentos dignos o decentes. Un intelectual, como bien se sabe, no es un experto ni un escritor ni un artista que desempeñan su trabajo ordinario, que crean con sus utensilios el objeto que habitualmente se proponen. Un intelectual es un experto o un escritor o un artista que se pronuncia sobre temas que no son de su incumbencia valiéndose de su prestigio, de su nombradía, de su autoridad. Ocurre algo en el mundo y es justamente en ese momento cuando aquél levanta su voz para guiar a sus compatriotas, para advertirles, para amonestarles. En la sociedad de masas es habitual que pueda manipularse la opinión a través de los medios, que puedan estimularse comportamientos colectivos resignados o violentos. Precisamente por eso, el intelectual se aventura, se crece y se dirige a su público para desvelar el engaño.

En ocasiones, los pronunciamientos de los intelectuales han sido sensatos y muy provechosos, con lo que han servido a la razón, al buen juicio, al discernimiento de la ciudadanía. Pero otras veces esas declaraciones han sido insensatas, desatinadas, incluso desastrosas. Es costumbre recordar en este punto el papel frecuentemente desacertado de Jean-Paul Sartre, el intelectual por antonomasia, sus opiniones corajudas y con frecuencia funestas. Aquel que difundiera la idea del compromiso del escritor recayó con asiduidad culpable en posiciones indefendibles, infaustas. Pero esa idea, la del compromiso, sirvió para que muchos artistas y novelistas siguieran su ejemplo incorporándose a la esfera pública. Eso ha producido muchos malentendidos y excesos por cuanto no sólo se ha hablado de intelectuales comprometidos, sino también de "literatura comprometida". No sabemos bien qué es, pues, como decía Jorge Luis Borges, "yo tenía entendido que sólo existía buena y mala literatura. Eso de literatura comprometida me suena lo mismo que equitación protestante". Quizá no le faltara razón a Borges, quizá no le faltara cuando criticaba la inmoderada tendencia de tantos escritores dispuestos a cabalgar sobre temas que ignoran, pero hemos de admitir que esta cuestión no se liquida a la carrera, en términos equinos precisamente.

Hace unos años, en Italia, hubo un debate extraordinariamente interesante sobre los intelectuales, sobre su función, sobre su papel, sobre lo que les corresponde hacer en tiempos de crisis. Acostumbrados a que su país anduviera con tensiones permanentes, con amenazas constantes, con conspiraciones reales o presuntas, los polemistas examinaban el asunto con gran tiento. Sabedores también de que la historia de los intelectuales es, en parte, la historia del siglo XX, la de sus horrores y desastres, examinaban con cuidado el papel que había que reservarles. Enfrentó a dos autores de enorme prestigio, a Umberto Eco y a Antonio Tabucchi. Eco y Tabucchi discutían acerca de lo que debe hacer un intelectual cuando se vale de su reconocimiento para intervenir en los debates sociales y políticos.

Con gran ironía, como es costumbre en él, Umberto Eco llegaba a una contundente moraleja: "El primer deber de los intelectuales: permanecer callados cuando no sirven para nada". En concreto decía: "Si se les toma por lo que saben decir (cuando son capaces de ello), los intelectuales son útiles para la sociedad, pero sólo a largo plazo. A corto plazo, únicamente pueden ser profesionales de la palabra y de la investigación que pueden administrar una escuela, ser los encargados de prensa de un partido o de una empresa, tocar el pífano en la revolución, pero que carecen de una función específica propia". Más aún, "afirmar que trabajan a largo plazo significa que desempeñan su tarea antes y después de los acontecimientos, pero nunca en el curso de los mismos", dado que no tienen más clarividencia o agudeza o perspicacia que cualquier otro ciudadano arrastrado por el curso de los acontecimientos.

"Cuando la casa se quema, al intelectual sólo le cabe intentar comportarse como una persona normal y de sentido común, como todo el mundo, pues si pretende tener una misión específica, se engaña, y quien lo invoca es un histérico que ha olvidado el número de teléfono de los bomberos". La posición de Umberto Eco era sensata, sí, sobre todo si consideramos la larga serie de pronunciamientos equivocados y perniciosos de escritores o de artistas, dispuestos a deslumbrar con sus voces a un auditorio que se deja encandilar por la celebridad de quien habla. Pero el reparo que Antonio Tabucchi le oponía en La gastritis de Platón no era menor: "¿Y si, por ejemplo, los bomberos estuvieran en huelga?". ¿Qué debería hacer? ¿Permanecer en silencio viendo cómo se consume la casa entre las llamas humeantes de un espectáculo grandioso? Pero no sólo eso: "¿Y si los bomberos fueran los de Fahrenheit 451 de Bradbury-Truffaut (que son, vaya, dos intelectuales)?". No le faltaba razón a Tabucchi. "Sea como fuere, incluso aceptando las mangueras de los bomberos, nos queda el problema de las causas del incendio. ¿Cortocircuito casual? ¿Descuido del inquilino? ¿Causas desconocidas? Naturalmente, confiaremos en la competencia de los investigadores, a los que se supone eficacia y honradez. Pero, ante la eventualidad de que el resultado de las investigaciones despierte dudas razonables, suponiendo que entre las causas del incendio esté, qué sé yo, un artefacto incendiario, ¿qué hacemos?, ¿archivamos el asunto?", concluía Tabucchi.

Recordaba esta polémica en los últimos días, cuando los alborotos de Francia solían acabar con un incendio y con la pronta intervención de los bomberos, seguramente avisados por ciudadanos rectos e incluso por intelectuales de guardia. Pero ese debate amistoso entre Umberto Eco y Tabucchi me ha venido a la cabeza cuando veo a tantos agitadores verbales que parecen estar dispuestos a chamuscar la casa con todas sus pertenencias dentro. Hay un estado incendiario de algunos intelectuales más o menos influyentes que se manifiesta en la radio, en la prensa, en Internet. ¿Convendría llamar a los bomberos para que aplaquen este incendio verbal?

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Llamar a los bomberos, en este punto al menos, tiene un sentido preocupante y de la metáfora pueden, en efecto, extraerse lecciones o analogías peligrosas. Este incendio no lo apagará más que la sensatez, una cordura que habría que exigir a quienes se pronuncian, más o menos intelectuales, pero sobre todo obligadamente responsables. Curiosamente, los blogs, que son una democratización de la opinión, no han facilitado esa moderación y así hay vecinos electrónicos, Alejo Vidal-Quadras entre ellos, que avivan irresponsablemente este incendio acusando a Rodríguez Zapatero de "alta traición". Nada menos. A la hoguera, pues...

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

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