Columna

Haro Tecglen

A la ciudad de las ferreterías y de la niebla; a la ciudad tan remota entonces; al más templario burgo de la ruta jacobea; a la urbe de dos ríos mineros y de un viejo puente que mandó levantar un obispo del fin del mundo, llegaba desde Madrid en el tren, cada semana, la revista Triunfo, como una gran cesta de fruta. Y yo tenía mucha hambre.

Llegaba la revista que el franquismo perseguía, que acabó cerrando luego, para reabrirse después, maltrecha en lo económico, pero intacta en mensajes y esperanzas cuando era difícil tener esperanza. La revista que era la universidad de los jóv...

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A la ciudad de las ferreterías y de la niebla; a la ciudad tan remota entonces; al más templario burgo de la ruta jacobea; a la urbe de dos ríos mineros y de un viejo puente que mandó levantar un obispo del fin del mundo, llegaba desde Madrid en el tren, cada semana, la revista Triunfo, como una gran cesta de fruta. Y yo tenía mucha hambre.

Llegaba la revista que el franquismo perseguía, que acabó cerrando luego, para reabrirse después, maltrecha en lo económico, pero intacta en mensajes y esperanzas cuando era difícil tener esperanza. La revista que era la universidad de los jóvenes perdidos en las ciudades donde no había universidad; la de los profesionales que se la jugaban contra el régimen; la de los sindicalistas clandestinos; la de quienes trataban de seguir el teatro que se estrenaba en Madrid; la que hablaba de los títulos que casi nunca veríamos en las humildes librerías de la urbe carbonera.

Y allí venía Haro Tecglen, con su artículo que era un pórtico, dos páginas llenas de inquietudes y presagios, abriendo la senda por la que luego iban pasando Vázquez Montalbán y sus seudónimos, Vicent, Savater, Sartorius, Monleón y tantos otros. Casa de libertad e ironía, de cultura, la revista Triunfo. Lugar de optimismo incluso, en algún día claro, y de burlas muy legítimas en sus columnas más apartadas. Luego la revista desapareció, aunque Eduardo Haro mantuvo su verbo y su línea en este mismo diario. Y ahora que él ha muerto sería muy injusto no agradecer tantas tardes que nos ilustró, tantas claves que nos iba dando, tantos panes y peces que acabaron multiplicándose, también, en la Constitución de 1978, que yo veo muy hija de lo que Triunfo significó, de aquella generación de intelectuales y artistas españoles, de creadores y políticos en ciernes. Constitución que sirve a los intereses de los ciudadanos, aunque incomode a bulliciosas levas de dirigentes centrífugos, que hasta celebran el inquietante regreso de las consignas identitarias a los campos de fútbol, como en los torpes tiempos de Franco.

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