Tribuna:PIEDRA DE TOQUE

Cabaret en Berlín

Es notable el desarrollo de la vida cultural en Berlín. Vuelvo a la ciudad cada cierto número de meses y encuentro, cada vez, nuevas galerías, museos, espectáculos, y todo tipo de iniciativas -recitales, simposios, talleres, conferencias- que traen a la capital alemana artistas, pensadores y creadores de los cinco continentes para las manifestaciones más diversas, desde el budismo zen aplicado a la danza moderna hasta un curioso seminario en el que músicos y filósofos discuten este fin de semana las relaciones entre la filosofía y el jazz.

Estos esfuerzos no provienen sólo de las instit...

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Es notable el desarrollo de la vida cultural en Berlín. Vuelvo a la ciudad cada cierto número de meses y encuentro, cada vez, nuevas galerías, museos, espectáculos, y todo tipo de iniciativas -recitales, simposios, talleres, conferencias- que traen a la capital alemana artistas, pensadores y creadores de los cinco continentes para las manifestaciones más diversas, desde el budismo zen aplicado a la danza moderna hasta un curioso seminario en el que músicos y filósofos discuten este fin de semana las relaciones entre la filosofía y el jazz.

Estos esfuerzos no provienen sólo de las instituciones públicas; muchos son obra de la iniciativa privada, como por ejemplo el Festival Internacional de Literatura, ya en su quinta edición, que cada año invita a Berlín a un nutrido grupo de poetas y narradores de medio mundo. Ofrecen recitales en vastos auditorios y mantienen un intenso intercambio con autores alemanes. Este Festival es obra de un espontáneo audaz, Ulrich Schreiber, que, moviendo cielo y tierra, ha conseguido los fondos necesarios para ese ambicioso proyecto. Ahora acaba de publicar un par de antologías (en versión original y alemana) de los textos leídos por los autores en el último festival, un excelente muestrario de la mejor literatura contemporánea en media docena de lenguas.

En pocas ciudades europeas reina un ambiente tan cosmopolita como en esta ciudad que, por tantos años, vivió aislada del mundo, partida en dos y cercada por un muro del que ahora apenas quedan unos vestigios arqueológicos, convertidos, por obra de los pintores callejeros, en monumentos al pop art. Una fotógrafa y artista plástica iraní, Shirin Neshat, está en todas las bocas y voy a ver sus fotos y sus películas en la antigua estación de Berlín oriental convertida ahora en un museo (Nationalgalerie im Hamburger Bahnhof). La exposición es espléndida. Las enormes imágenes de la serie titulada "Mujeres de Alá" (iniciada en 1993), en las que versículos coránicos pintados a mano decoran los escasos pedazos de piel descubiertos de las mujeres encarceladas en las túnicas y velos en tinieblas, son al mismo tiempo que hechiceras por su originalidad, intimidatorias y escalofriantes por todo lo que sugieren respecto al avasallamiento de la condición femenina por obra del fanatismo religioso. Los cortos cinematográficos de Shirin Neshat dejan una huella imborrable en la memoria, principalmente el último, Xarin (2005), historia semi muda de una niña que escapa de un burdel y va a darse un baño lustral -a inmolarse en cierta forma- refregando todo su cuerpo hasta despellejarse. Resumiéndola así, traiciono la riquísima gama de evocaciones y sugerencias poéticas, misteriosas, irracionales, que emanan de unas imágenes delicadas y profundas, compuestas cada una con exquisito refinamiento, y la enorme tristeza que ellas contagian al espectador.

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Una pequeña vuelta por las calles que rodean a la antigua sinagoga de Mitte, ahora restaurada, me revela que en apenas doce meses todo el barrio ha tenido una verdadera erupción de salas de exposiciones, galerías de vanguardia, cafés y tabernas que ofrecen lecturas, espectáculos, y librerías especializadas, entre los que aparecen, salpicados, restaurantes exóticos y pequeñas boutiques de chucherías inverosímiles. En la hormigueante muchedumbre en la que me encuentro inmerso -es una mañana de sábado bañada por un delicioso sol frío- oigo tantos idiomas diversos que me siento en una verdadera torre de Babel.

Mis amigos berlineses me dicen que la ciudad está técnicamente quebrada, pero que, como ni las ciudades ni los países llegan nunca a quebrar del todo, esa sensación de bancarrota que los circunda lleva a los berlineses a refugiarse con tanta avidez en esa realidad alternativa que crean el arte y la literatura. Es muy posible que sea verdad, y, también, que acaso en la cultura encuentre la resucitada Berlín los resortes económicos necesarios para salir adelante de la crisis presupuestaria. Es un hecho más que probado que no son la estabilidad y el sosiego el clima más estimulante para la creación artística y literaria, sino, más bien, el riesgo y la inseguridad.

Ahora bien, si tengo que quedarme con una sola de las muchas cosas que hice y vi en estos apretados cuatro días berlineses, elijo, sin vacilar, la representación de Cabaret, el musical de Joe Masteroff inspirado en la novela semi autobiográfica de Christopher Isherwood, Adiós a Berlín (1939), en un auténtico cabaret de Berlín, el Bar jeder Vernunft, en Wilmersdorf. Sumergidos en la gran carpa de circo que es el local, atendidos por camareros y camareras vestidos a la usanza de los años treinta, armados de grandes jarras de cervezas y con un entorno empastelado de carteles, fotos y reproducciones expresionistas y avispados con las canciones de Lotte Lenya (que actuó en el estreno de la obra en Broadway, en 1966), los espectadores comienzan a vivir el espectáculo antes todavía de que éste arranque, con la bienvenida trilingüe (Wilkommen, Bienvenue, Welcome) de un maestro de ceremonias, Christopher Marti, que no tiene nada que envidiarle al Joel Gray que hizo famosa la versión cinematográfica de Cabaret, que dirigió Bob Fosse.

No deja de ser instructivo que la versión más extendida de lo que fue Berlín en los años neurálgicos de la República de Weimar provenga, para el público promedio, no de una obra alemana, sino de la novela escrita en forma de diario por un escritor inglés -y, claro está, de las versiones teatral y cinematográfica que inspiró-, que pasó cinco años en la capital alemana en aquellos años treinta, terribles desde el punto de vista político, social y económico, y extraordinariamente fecundos desde el artístico (los años de Bertolt Brecht, de Max Reinhardt, de George Grosz, de Otto Dix, de Kurt Weill y de por lo menos una docena más de grandes creadores). Goodbye to Berlin, aparecida en vísperas de la primera guerra mundial, es un hermoso libro que, dicho sea de paso, fue magníficamente traducido al español por el poeta Jaime Gil de Biedma, el mejor que escribió Christopher Isherwood, un escritor que prometía mucho más de aquello que cumplió, pues, desde que se trasladó a vivir en California, en 1946, se dispersó en un hedonismo espiritualista de sesgo oriental que le inspiró una serie de libros bastante deshuesados.

Pero Adiós a Berlín se lee con una felicidad que se conserva intacta, sesenta y seis años después de aparecida. Escrita en

forma de diario, es mucho más una obra de ficción que una memoria, aunque en ella Isherwood aproveche sus experiencias vividas en aquella ciudad en la que cientos de miles de trabajadores y empleados perdieron sus trabajos por culpa de una crisis económica que amenazaba con desintegrar a Alemania, en la que comunistas y nazis se abaleaban en las calles y en las que la enorme comunidad judía era ya víctima de exacciones y atroces violencias cotidianas. Todo aquello es un lejano telón de fondo para la historia de la deliciosa Sally Bowles, expatriada de Inglaterra, aspirante a actriz célebre, que se gana la vida cantando y bailando en un cabaret de segunda, el Lady Windermere, y recorriendo las camas de sus amantes de ocasión. Pero, tal vez, el quehacer primordial de Sally Bowles sea vivir en un mundo de fantasía, negarse empecinadamente a ver la realidad tal como es mediante fugas hacia lo imaginario, un territorio en el que ella se instala con una facilidad y una convicción que la acorazan contra las muchas penalidades que le inflige a cada paso la vida real. El encanto del personaje es enorme; su inconsciencia, absoluta; aunque a menudo actúa con egoísmo y ceguera, es imposible no perdonarle todo lo que hace, porque ella es la primera víctima de sus pequeñas maldades y porque comete éstas con tanta gracia y naturalidad que parecen mucho más benignas de lo que son.

Acaso pueda decirse lo mismo del testimonio que Adiós a Berlín ofrece sobre la realidad histórica en que, aparentemente, se sustenta: que es tan superficial, delicioso y falaz como la visión que Sally Bowles tiene de la vida real. La novela no escamotea la brutalidad que sacudía la vida política en aquellos años, pero la aleja del primer plano de la acción y la diluye en una visión ligera, risueña, divertida incluso, que es el punto de vista de alguien que observa todas aquellas manifestaciones de salvajismo a la distancia, y con la secreta tranquilidad de que, si aquello empeora, él tomará su tren y se marchará. Incluso el antisemitismo, que aparece de forma mucho más cercana y explícita en el libro, resulta como pasado por agua tibia, teniendo en cuenta la operación de exterminio masivo en que desembocarían poco después los atropellos y crímenes aislados de entonces.

Nada de esto empobrece la calidad literaria de un libro que carece de pretensiones críticas, que es más bien una comedia de expatriados que, por un corto trozo de tiempo, comparten las vicisitudes cotidianas de un puñado de berlineses de distinta condición que parecen, todos, tan incapaces como ellos mismos, mientras protestan de la carestía de la vida, y ocupan su tiempo en chismografías y aventuras a veces sórdidas y a veces risueñas, de intuir que muy pronto caerá sobre ellos el Apocalipsis.

Mis compañeros del Bar jeder Vernunft, esta noche, y yo mismo, hacemos como el narrador de Adiós a Berlín: nos divertimos a fondo con las canciones de Sally Bowles y con los aspavientos del Conferencier y sus cuatro aguerridas bailarinas, y nos reímos de esos payasos uniformados con esvásticas en los brazos que han comenzado a infiltrarse por el local y a sentarse en nuestras mesas. ¡Parecen tan estúpidos e inofensivos!

Nunca sabremos con absoluta certeza lo que era vivir en el Berlín aquel en el que Christopher Isherwood conoció a la casquivana muchacha que cantaba en el Lady Windermere a la que él convirtió en Sally Bowles; lo único seguro es que no era en modo alguno la manera como viven los personajes de su libro. Sin embargo, y esos son los milagros que perpetra la buena literatura, ahora, la ficción ha terminado por desplazar a la historia -la mentira a la verdad- y basta leer Adiós a Berlín, o ver en una pantalla la película que inspiró este libro a Bob Fosse, o en un escenario el musical que hizo de aquél Joe Masteroff, para tener el convencimiento absoluto de que aquel Berlín de los años treinta fue y sólo pudo ser así.

© Mario Vargas Llosa, 2005. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SL, 2005.

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