Columna

Del Palau

Es un edificio cósmico, casi es un mundo entero frente al otro, al de todos los días, al de la ciudad ruidosa, feliz campeona de España de la contaminación acústica. Es un diamante de cristal y cemento, de vértigos redondos, el más aéreo de los transatlánticos varados. Me gusta mirarlo, pasar un rato ahí delante, sorprenderme. Y constatar que la ciudad que uno conoció y vivió se vuelve otra, internacional, en red, todo eso... Pero ya pronto acudo a refugiarme en lo pequeño, en un verso, en una tarde, en una playa vacía. En la bella nada que al fondo aguarda.

El Palau de les Arts i les C...

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Es un edificio cósmico, casi es un mundo entero frente al otro, al de todos los días, al de la ciudad ruidosa, feliz campeona de España de la contaminación acústica. Es un diamante de cristal y cemento, de vértigos redondos, el más aéreo de los transatlánticos varados. Me gusta mirarlo, pasar un rato ahí delante, sorprenderme. Y constatar que la ciudad que uno conoció y vivió se vuelve otra, internacional, en red, todo eso... Pero ya pronto acudo a refugiarme en lo pequeño, en un verso, en una tarde, en una playa vacía. En la bella nada que al fondo aguarda.

El Palau de les Arts i les Ciències es la culminación de un proyecto visionario ideado por el PSOE y realizado por el PP que expande otra tentativa más ambiciosa: llevar a Valencia de ser la más ignorada de las grandes ciudades de España a ser la primera que amenaza el mano a mano de la pujante Madrid y de la decadente Barcelona del Estatut. Y es que, al parecer, ya estamos ahí, en esa mesa de tres lados muy diferentes; de tres comunidades autónomas donde se cuece casi todo en la nación de las infinitas naciones, que a su vez se disgregan en millones de individuos que son una nación. Cada uno. Estamos donde hace años no estábamos. Y, mientras la música triunfa, no prospera menos el ruido atroz de las zonas de ocio de Valencia. Esa tortura vieja que unos vecinos inciviles infligen a otros, ajenos a toda contrición, gozosos de impunidad, y cuyo culmen es el barrio del Carmen desolado cada noche, sudado de amoniaco y taladrado de impune clamor de borrachera.

Pero vuelvo al Palau, ahora para discrepar, muy respetuosamente, de su nombre. Y razono así mi humilde criterio: llamándose Príncipe Felipe el Museo de las Ciencias, ¿no se cumplió ya con la plausible gentileza de rendir homenaje a la monarquía constitucional? ¿No hubiera sido más razonable dedicar el gran templo cívico a un gran valenciano? ¿A Ausiàs March, pongamos, dueño de la más hermosa música verbal de este país? ¿Dueño de su silencio más intemporal y hondo? ¿De ese silencio que es el destino final de la música y de la poesía?

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