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Berlanga, a tamaño natural

La historia común de Bardem y Berlanga nació de nuestro encuentro en la Escuela de Cine. Pronto, en aquel pequeñísimo mundo, nos convertimos en la vanguardia. Éramos los "renovadores". Pero no llegamos a inquietar al cine oficial... En el tercer curso hicimos un corto cada uno: el de Bardem era un ejercicio de estilo, muy interesante, pero no fue entendido y le suspendieron a pesar de que tenía cosas muy superiores a la media de los otros alumnos. Yo hice El circo, que trataba del montaje de un circo ambulante desde que sus gentes llegan al solar para instalarlo hasta que empieza la pri...

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La historia común de Bardem y Berlanga nació de nuestro encuentro en la Escuela de Cine. Pronto, en aquel pequeñísimo mundo, nos convertimos en la vanguardia. Éramos los "renovadores". Pero no llegamos a inquietar al cine oficial... En el tercer curso hicimos un corto cada uno: el de Bardem era un ejercicio de estilo, muy interesante, pero no fue entendido y le suspendieron a pesar de que tenía cosas muy superiores a la media de los otros alumnos. Yo hice El circo, que trataba del montaje de un circo ambulante desde que sus gentes llegan al solar para instalarlo hasta que empieza la primera función. A mí, en aquellos tiempos, me apasionaba el circo; por eso elegí ese tema. Por cierto, un buen día descubrí que ya no me gustaba y que, además, me parecía un rollo de muerte. Mi filme era sencillo y al alcance de cualquier hijo de vecino.

Después vendría el último examen: la 'docta' opinión del inquilino de El Pardo. Le pasaban las películas en su cine particular y privadísimo. Una palabra desdeñosa podía hundirte
Cuando 'Bienvenido...' fue premiada en Cannes, el filme, que se iba a retirar antes de la semana de proyección, se convirtió en un gran éxito y todo fueron alabanzas

Herido en su amor propio, Bardem abandonó la escuela y empezó a buscarse la vida en el terreno profesional.

Un grupo de gente bastante inteligente y misteriosa, compuesto básicamente por Paulino Garagorri, un filósofo vasco, discípulo de Ortega y Gasset y de Julián Marías; Leonardo Martín, guionista y escritor, y un aparejador del Ayuntamiento de Madrid con pasta habían formado una productora de cine con la intención sanísima de hacer algo más digno que lo que hacían otros productores peseteros. Se pusieron en contacto con Bardem y conmigo para escribir un guión sobre una idea nuestra. Trabajamos mucho y la cosa tenía muy buena pinta. Se titulaba La huida, pero la censura prohibió el guión porque el protagonista, que era un minero sin trabajo, cometía un robo, tenía un encuentro con la Guardia Civil y resultaba herido. Siendo el protagonista, no podíamos matarlo por lo menos hasta el final de la película. Pero la censura dijo que la Guardia Civil no falla nunca -el actor Manolo Morán, al enterarse, dijo: "Ni que todos los civiles fueran el conde de Teba" (campeón mundial de tiro en aquella época).

Ante aquella catástrofe, que nos dejó chafados a Bardem y a mí, los productores anularon el proyecto e hicieron Día tras día, con Antonio del Amo como director. A nosotros nos emplazaron para hacer otra película, que ya teníamos más o menos en cartera: Esa pareja feliz. La verdad es que se tardó otro siglo en ponerla en marcha.

Bardem y yo la preparamos como si fuéramos a construir la torre Eiffel: dibujos, alzados, detalles tan poco relevantes como a qué altura había que poner la cámara en cada plano, el objetivo, los grados que debían tener las panorámicas, etcétera, todo debido al atracón de prepotencia que habíamos adquirido en las clases de Serrano de Osma y Antonio del Amo y con los libros de Kulechov, Eisenstein, Pudovkin y demás genios, rusos sobre todo. Llegamos al acuerdo de que yo fuera el responsable de la dirección técnica, y Bardem, quizá por ser hijo de actores, de la puesta en escena y similares. Nos vigilábamos el uno al otro para que cada uno se limitara a su cometido. A menudo surgían los celos y las disputas. Él parecía mucho más seguro que yo. Rodando, Bardem daba la sensación de saber cómo debía ser la película, aunque era todo farfolla. Nos pusimos quisquillosos y tiquismiquis. Bardem daba por buenas cosas que creía ordenadas por mí, para no vejarme, y yo aceptaba lo que pensaba que eran ideas de Bardem y no me atrevía a oponerme. Nunca fueron temas fundamentales, pero sí dañinos. Fernando Fernán Gómez, el protagonista de la historia, interpretaba a un electricista de cine, un eléctrico, como se dice en el argot cinematográfico. El primer día, Fernando se presentó en el plató ya vestido de obrero y con una boina espantosa. Yo se la habría quitado porque le iba como un tiro y parecía más bien un barquillero del Retiro. La llevó puesta gran parte del rodaje. Yo sufría cada vez que le veía aparecer con aquello, pero callaba, cada vez con más esfuerzo. Por fin, Bardem me dijo:

-¡Anda, que la mierda de boina que le has encasquetado a Fernando...!

Yo salté, indignado:

-¡Cínico! ¡Tú le has puesto esa porquería!

Lo cierto es que la encargada de vestuario se había confundido y le había encasquetado una boina de paleto de zarzuela. Para más inri, al contárselo a Fernán Gómez, éste se echó a reír:

-Me parecía espantosa, pero creía que la habías elegido por alguna razón inconfesable.

¡Lo que me faltaba escuchar! Yo, que he sido siempre muy despistado y metepatas, perdía un tiempo precioso eligiendo las palabras y hasta los gestos para no exacerbar las tensas relaciones con Bardem. Pero no lo conseguía. (...)

Estos desencuentros, que eran frecuentes, hicieron que el rodaje no tuviera la necesaria armonía, el clima relajado y amistoso que habíamos soñado. La película fue desigual: ni todo lo buena que decía Bardem, ni todo lo mala que pensaba yo. Lo que sí es cierto es que trataba de cosas... más cercanas, naturales, divertidas, distintas a las que se filmaban por aquel entonces. En todo caso, se estrenó después de ¡Bienvenido, mister Marshall! (...)

Y hete aquí que una jovencita tonadillera de las muchas que inundaban nuestro cine y nuestro teatro se ligó a un señorito fino, adicto al régimen, un antiguo cura. Con métodos fácilmente imaginables, la joven consiguió que aquel ex cura llegara a la conclusión de que debía producirle una película de esas que daban mucho dinero en Andalucía... y en ningún sitio más. El prohombre, que había ya probado las dotes artísticas de la muchacha, contactó con un viejo amigo de Valencia, comunista de pro y muy ligado al cine, y le pidió que pusiera en marcha el proyecto. A él le bastaba con que su pupila luciera el palmito y cantara cinco o seis canciones. No es que el mecenas fuera Creso, pero podía levantar una pasta y, además, por sus buenas relaciones con la curia podía obtener un crédito sindical. A nadie le tembló el pulso por esta alianza contra natura, ni siquiera a los hombres del ministerio. Como la chica, al mirarse y hacer muecas ante el espejo por la mañana, no sabía bien si lo suyo era la tragedia o la chirigota, el prócer encargó al comunista dos historias diferentes, a elegir. El comunista, a su vez, encargó a otro comunista -Juan Antonio Bardem- y a un señorito de sombrero monárquico -yo- la elaboración de las dos historias. Y la comedia gustó mucho más que el drama. Y decidieron hacer una comedia muy graciosa, con canciones de Valerio y Ochaíta, muy pegadizas.

La productora se llamaría Uninci. El prócer ex cura, Joaquín Reig, eligió bien al ejecutivo, Ricardo Muñoz Suay, quien a su vez eligió, junto al productor valenciano, bien a los guionistas y directores, Bardem y yo. Y así nació, en 1952, ¡Bienvenido, mister Marshall!

'Mister Marshall' se retrasa

No voy a hablar aquí de la gestación del filme, que fue lenta, agónica. Siempre me ha ocurrido lo mismo... Si tenías la suerte de que un productor te contratara para hacer una película, tú pensabas: "Ya está: preparamos la producción y ¡a rodar!". Tenías tu guión matizado, y tu reparto, estudiado hasta el papel más pequeño. No me daba cuenta de que todo esto, para el productor de entonces, no era más que el principio de un proceso angustioso de financiación, de acuerdos con bancos, ministerios, sindicatos, idas y venidas, tiras y aflojas. Todo esto suele escaparse al trámite normal de los negocios y entran en juego los intereses egoístas de unos y otros. En general, esas gestiones soterradas, esta búsqueda de la pela para la producción y para el bolsillo de alguno es un mundo paralelo y secreto que el pobre o los pobres directores nunca llegamos a conocer. En el caso de ¡Bienvenido, mister Marshall!, Bardem y yo veíamos el filme retrasado una y otra vez.

Con el distanciamiento que produce el paso del tiempo, no me queda más remedio que agradecer a aquellos productores su audacia por lanzarse al ruedo, por creer en mí, por considerarme capaz como director de conseguir un filme que funcionara, que gustase a la gente o, al menos, al ministerio y, sobre todo, a nuestra madrina, la joven estrella del cuplé.

Después vendría el último examen: la docta opinión del inquilino de El Pardo. A él le pasaban todas las películas en su cine particular y privadísimo, cosa que me extraña al comprobar que ningún otro presidente de Gobierno se haya interesado, para bien o para mal, por el cine. Un leve comentario elogioso del tirano te podía convertir en el John Ford ibérico. Una palabra desdeñosa del redentor podía hundirte en la clasificación hasta el infierno de la tercera categoría y en el ulterior ostracismo. Lo peor es que el cine le gustaba muchísimo; prácticamente se lo veía todo. En aquellos días de censuras caprichosas y opiniones gratuitas, el proyeccionista de El Pardo y el del ministerio se convirtieron en personajes influyentes cuyos consejos podían ser decisivos en tu carrera. Se cruzaban llamadas secretas y mensajes coercitivos.

-No le ha gustado. Ha tosido más de lo normal.

-Por favor, dime en qué secuencias ha tosido más.

-Chico, me pones en un brete... En fin, yo cortaría lo del cuartel; sobre todo, lo de Fernando Rey. Ya sabes que no le cae nada bien.

Un crítico feroz

Luego, el proyeccionista le soplaba al director o al productor la opinión de la Junta o cualquier comentario irónico; sobre todo, de Wenceslao Fernández Flórez, su miembro más influyente y un crítico feroz de las películas que veía.

-¡Mira...! ¡Ése se cree que ha inventado el cine!

Había unos programadores especiales para El Pardo. Hacían una preselección de las películas, siempre buscando complacer al general. Alguno de estos hombres llegó a ser director general de Cinematografía. Bastaba con que el pequeño rey comentase con el ministro de turno:

-Ese chico parece muy enterado.

Enterado... ¿de qué? Porque, además de las aviesas intenciones políticas, aquella gente no sabía un carajo de cine, ni de arte ni de literatura. Todos estaban allí elegidos a dedo porque eran afines al régimen. Todo esto, con un mínimo de rigor, habría bastado para que nosotros, intrépidos aventureros, huyéramos de aquel arcano que era nuestro cine. Pues no: nos lanzábamos a la vorágine atraídos hacia el abismo a pesar del canto de aquellas sirenas casposas y perdularias.

En aquellos compases de espera interminables iban cayendo muchas cabezas importantes del proyecto, desde tu actor favorito para un papel -forzado por la vida a aceptar una escuálida tournée en provincias- hasta el técnico que se pasaba al No-Do. "Compréndeme: el Pelargón de mi niña es lo primero". Porque podías, eso sí, firmar contratos aceptables, pero nadie te daba ni un puñetero duro hasta un par de semanas antes de rodar, cuando aquellos visionarios tenían la pasta en el bolsillo. Pude soportarlo pignorando dos de los tres pinos que nos quedaban en Valencia, pero Bardem no tenía pinos. (...)

Me convertí en el único realizador del filme, a petición de todos, pero luego no me agasajaron con nada postinero.

No voy a hablar aquí, por demasiado conocidas, de las mil vicisitudes del rodaje, de cómo todos, o casi todos, se pusieron contra mí, se aprovecharon de mi inseguridad, de mis dificultades para comunicarme con el equipo. Me convertí en la comidilla de las tertulias. Algunos técnicos o el operador, Manuel Berenguer, hablaban pestes del rodaje y, sobre todo, del director. Me vi acosado por todas partes. Pero no conocían mi tozudez de mula, ni mi fe en aquella peliculita, en aquella extraña comedia folclórica y esperpéntica. Sólo Félix Fernández y Elvira Quintillá me defendieron hasta el final, y también los productores rechazaron todas las rebeliones del equipo contra mí.

Durante ese rodaje nacieron los dos apelativos que me seguirían toda la vida; uno malo, este de Mister Cagada, con el que me bautizó todo el equipo porque al terminar cada plano decía: "¡Vaya cagada!", y el de El Fanfarrón Negativo, que fue la definición que hizo Bardem de mí por lo de mis pesimismos, de los que, según él, yo alardeaba. Así como la significación del primero es bien sencilla, la del segundo se refiere a mi dificultad para admitir que algo pueda estar bien de verdad. Por ejemplo, si he rodado un plano que a todo el equipo le encanta, yo, que sé más o menos cómo lo querría, le encontraré todos los defectos que los demás no ven.

Nadie pensó que podría soportar aquella tensión y aquella hostilidad. Todos estaban convencidos de que no aguantaría hasta el final. Pero aguanté, haciendo el menor caso posible a los ataques contra mi persona.

Rodábamos en Guadalix, un pueblo de la sierra a unos cincuenta kilómetros de Madrid. Con las carreteras de entonces y los coches de entonces, estábamos a una distancia casi inhumana. El equipo lo formábamos unos treinta técnicos, más los actores, el maquillaje, el vestuario, etcétera. El poco entusiasmo de todos convertía el rodaje en una tortura digna de la Gestapo. Casi todos los habitantes del pueblo hacían de extras y, aunque cobraban una miseria, era tres veces más de lo que podían sacar faenando en el campo y, naturalmente, fueron los que con más entusiasmo trabajaron y, cosa curiosa, los que mejor interpretaron sus papeles de todos los no profesionales que han actuado en todos los rodajes en que pedíamos a los vecinos del lugar que hicieran de extras. Llegué a pensar que los antepasados de aquella gente de Guadalix serían unos cómicos de la lengua que, acosados por el hambre, decidieron aposentarse en aquel pueblo que garantizaba el condumio. No tenían ninguna prisa por que el chollo acabara. Llegó un momento en que pareció que aquel rodaje iba a durar eternamente, que se iba a convertir en la vida cotidiana de un grupo heterogéneo de gentes indiferentes a mi esfuerzo por seguir adelante. No había podido imaginar -nadie me lo había enseñado- que dirigir una película era una especie de epopeya, y el realizador, más que un Eisenstein o un Pabst, tenía que ser un capitán Acab, un Cid Campeador con ribetes de Fouché, Talleyrand, Joe Louis y Paulino Uzcudun. Nadie me había informado, y ahora me sentía solo ante el peligro: toda aquella lucha... por un hijo medio anormal y canijo. Pero era mi hijo y lo defendí hasta el final, porque yo sí creía en él. No hice concesiones, ni caí en ninguna de las trampas que por malignidad o simple estupidez me tendían continuamente. Cuando por fin terminamos el rodaje, la tensión se relajó mucho. Había película, llena de lacras y torpezas, pero quizá se pudiera convencer a un distribuidor de que la estrenara en Madrid.

Proyección para Franco

Se hizo una proyección privada para Cifesa, pero el gran jefe, Vicente Casanova, se fue al cabo de media hora, lamentando que le hubieran hecho perder su tiempo.

Pero... no sé si por la benéfica influencia de los amuletos o, sobre todo, por la estampita de la Virgen de los Desamparados de mi madre, algunos empezaron a pensar que aquella comedieta no era tan mala como creían. Hasta tenía gracia, a ratos.

Se hizo un pase gratuito para las gentes de la Escuela de Cine en una gran sala: el cine Callao, de Madrid. La proyección fue un éxito de clamor. Cuando, unos días más tarde, fue premiada en el Festival de Cannes, con mención especial al guión, la película, que estaba a punto de ser retirada del Capitol antes de la semana de proyección, se convirtió en el mayor éxito del cine español. Entonces, todo fueron alabanzas y parabienes de los mismos que se habían burlado de la película y, sobre todo, de su artífice principal: aquel pesado inseguro y sin autoridad que se llamaba Berlanga. Este éxito, que quizá en un país normal habría significado el espaldarazo y la carta blanca, en nuestro país sólo sirvió para que mi nombre se pudiera pronunciar sin sonrojo en el entorno de la industria cinematográfica y para que se me aceptara como posible realizador en nuevos proyectos.

Sólo la escueta opinión del caudillo de las Españas podía ensombrecer mis perspectivas futuras si le disgustaba la película. Cuando algunos ministros del Gobierno insistieron en que yo era un anarquista, un bolchevique y un comunista, él se limitó a decir:

-Berlanga no es un comunista, es mucho peor que eso: es un mal español.

Berlanga, durante el rodaje de La vaquilla en Sos del Rey Católico, con tres actores, uno de ellos caracterizado como Franco.

Luis García Berlanga

'Bienvenido Mister Cagada'. Aguilar. El director de cine ha escrito sus memorias en colaboración y conversación con su colega Jess Franco. Pasa revista a su vida y al rodaje de sus películas. Aparecen sus recuerdos de la División Azul, en la que se presentó voluntario, entre otras cosas, para salvar la vida de su padre, condenado a muerte por republicano. También sale a relucir el erotómano con tendencias fetichistas y sadomasoquistas. Jess Franco le define como "un galimatías contradictorio".

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