Tribuna:

El suelo y la vivienda

Imagine que usted es propietario de una huerta de patatas sobre la que el Ministerio de Fomento proyecta hacer pasar el trazado de una autopista de peaje. ¿A qué precio le expropiarían su huerta en todos los países del mundo? A un precio medio de la producción de patatas de los últimos años, que le compense por la producción de patatas que usted va a dejar de lograr en los próximos años. ¿Imagina que entre todos los ciudadanos tuviéramos que entregarle una suma equivalente al 90% de los beneficios que la concesionaria de autopistas va a conseguir sobre sus metros de terreno en los próximos 25 ...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Imagine que usted es propietario de una huerta de patatas sobre la que el Ministerio de Fomento proyecta hacer pasar el trazado de una autopista de peaje. ¿A qué precio le expropiarían su huerta en todos los países del mundo? A un precio medio de la producción de patatas de los últimos años, que le compense por la producción de patatas que usted va a dejar de lograr en los próximos años. ¿Imagina que entre todos los ciudadanos tuviéramos que entregarle una suma equivalente al 90% de los beneficios que la concesionaria de autopistas va a conseguir sobre sus metros de terreno en los próximos 25 años? Se habría convertido usted, sin ningún esfuerzo y sin arriesgar ningún capital, en empresario de autopistas, eso sí, entregando su huerta de patatas a cambio.

Esto ocurre con nuestra legislación del suelo, única en el mundo, que anticipa una renta fija para el suelo declarado urbanizable del 90% de los márgenes que posteriormente pueda obtener el empresario que, arriesgando un capital, decida construir, y permitiendo la venta inmediata del suelo revalorizado legalmente (fácilmente el 4.000%) o la constitución de hipoteca sobre él. En España la clasificación de urbanizable otorga al titular del terreno el 90% del aprovechamiento urbanístico del mismo, es decir, de los beneficios de los inmuebles que sobre él vayan a construir los promotores inmobiliarios, con independencia del uso que el propietario del suelo le esté dando. Estamos ante un problema de definición del contenido del derecho de propiedad del suelo: ¿a quién pertenece el valor creado por el planeamiento urbanístico? Según nuestra Constitución, "la comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos". Nuestra legislación del suelo limita esta participación al 10%, atribuyendo el 90% al propietario del suelo.

La explicación histórica de esta peculiar regulación tiene que ver con las inversiones previas que el suelo urbanizable precisa para que efectivamente pueda construirse sobre él: hay que producir previamente unas infraestructuras que se caracterizan por sus importantes externalidades económicas: las calles y vías, el tendido eléctrico y de telecomunicaciones, las canalizaciones para abastecer de agua y evacuar los residuos de la ciudad, que confieren a una parcela tan sólo el 15% de su valor final en el mercado. Sin embargo, en 1956, fecha en que se aprobó la ley del suelo, nuestros ayuntamientos no disponían de los recursos financieros precisos para urbanizar los terrenos sobre los que las ciudades necesitaban crecer. Además, no había aún tejido empresarial especializado en la urbanización, ni crédito bancario disponible en los volúmenes precisos. Adicionalmente, los ayuntamientos encontraban frecuentes conflictos de interés para realizar las expropiaciones necesarias. En este contexto el legislador encontró la siguiente forma de financiar dichas obras públicas: otorgar el "aprovechamiento urbanístico" a los titulares de aquellas parcelas que el ayuntamiento clasificara como urbanizables, a cambio de dos contrapartidas: que los propietarios favorecidos por la clasificación urbanística costearan los gastos de urbanización (para lo que la ley les permitía hipotecar los terrenos, revalorizados precisamente por el planeamiento urbanístico) y que cedieran el suelo preciso para equipamientos (redes de agua, gas electricidad, viales, hospitales, colegios públicos, parques, etcétera). A esta cesión se le ha llamado tendenciosamente gratuita, cuando lo que realmente resulta tan gratuito como arbitrario es la elección y revalorización de una parcela clasificada como urbanizable.

Con independencia del anterior problema de asignación del valor creado por el planeamiento urbanístico, el mercado del suelo ha experimentado en los últimos años la paradoja siguiente: se ha incrementado de forma espectacular la oferta de suelo declarado urbanizable, pero el precio del suelo ha crecido exponencialmente. ¿Cómo se están valorando los suelos urbanizables? El plan municipal de urbanismo determina la edificabilidad o aprovechamiento medio de todas las parcelas. De esta forma, el propietario de una parcela urbanizable residencial la valora realizando una hipótesis sobre cuál será el precio del metro de vivienda en el momento en que se vaya a construir, restando de dicho precio los costes de construcción, y multiplicando el resultado por el aprovechamiento que fija el plan. De esta forma, en una coyuntura de burbuja inmobiliaria, el precio del suelo absorbe por anticipado la inflación de la vivienda. Podría pensarse que incrementando la oferta de suelo urbanizable, podría mitigarse esta situación, pero pese a que los municipios han declarado como urbanizable mucho más terreno del necesario para la expansión de su población, el precio del suelo no ha parado de subir. La explicación de la paradoja está en que la mayor oferta de suelo urbanizable es más que compensada por una demanda creciente de suelo, inducida por un mercado de la vivienda calentado por abundante crédito bancario a muy largo plazo, bajos tipos de interés y buena evolución de renta disponible. La desindustrialización es un efecto colateral de este proceso, pues el uso residencial desplaza al uso agrícola o industrial del terreno. Ya no es rentable hacer polígonos industriales, sino viviendas.

Aunque la pobreza y la inconsistencia de las estadísticas de suelo y vivienda respectivamente no permiten un análisis de causalidad entre los precios del suelo y de la vivienda, todo parece indicar que el precio del suelo no determina el precio de la vivienda, sino más bien al revés. Incrementar indiscriminadamente la clasificación de suelo urbanizable, además de no solucionar el problema de la vivienda, supone un grave despilfarro de un recurso natural y escaso como el suelo, con el consiguiente perjuicio para nuestro medio ambiente. La experiencia de los últimos años, con incrementos simultáneos del precio del suelo y la cantidad de suelo clasificado como urbanizable, deberían servirnos de lección.

José María Nogueira es economista.

Archivado En