CUMBRES DE LA NOVELA

Inolvidables personajes de novela

UN ASUNTO espinoso. El de las afinidades literarias. Un ejemplo: se recuerda a Julian Sorel. Se siente una cierta lástima por sus peripecias amorosas, por esa lamentable injusticia de su fatal destino. Pero enseguida puede sublevarnos evocarlo con el retrato de Napoleón, adorándolo a hurtadillas, adorando a un hombre que derramó tanta sangre y dolor por toda Europa, nos subleva incluso sabiendo que Stendhal dibujó esa escena como una representación de la feroz censura que la Restauración ejerció sobre los antiguos adeptos al emperador caído. Se da este ejemplo para que el lector comprue...

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UN ASUNTO espinoso. El de las afinidades literarias. Un ejemplo: se recuerda a Julian Sorel. Se siente una cierta lástima por sus peripecias amorosas, por esa lamentable injusticia de su fatal destino. Pero enseguida puede sublevarnos evocarlo con el retrato de Napoleón, adorándolo a hurtadillas, adorando a un hombre que derramó tanta sangre y dolor por toda Europa, nos subleva incluso sabiendo que Stendhal dibujó esa escena como una representación de la feroz censura que la Restauración ejerció sobre los antiguos adeptos al emperador caído. Se da este ejemplo para que el lector compruebe lo arbitrario o aleatorio de toda elección literaria. ¡Dios Santo, descartar al gran Julian Sorel por ese nimio detalle!

Razones para descartar a Frédéric Moreau, hay muchas. Un personaje de parecida textura como Lucien Rubenpré, incluso nos hubiera podido atraer más. Tenía mucha razón Stephen Vizinczey cuando afirmaba que la mejor manera de empezar a leer a Balzac era hacerlo por Ilusiones perdidas y no por las habituales Los Chuanes o El lirio del valle. No obstante, me quedo con el cínico Moreau de La educación sentimental. Flaubert escribió sobre un prototipo moral, un personaje eufórico de ilusiones sublimes que simula que quiere a alguien. Para traicionarse a uno mismo, Frédéric es el maestro más amargo. Todo lo contrario del bueno de David Copperfield. No sé si Dickens dramatizó, como solía hacerlo en exhaustas sesiones públicas, ese sobrecogedor momento en que a David se le comunica que su madre se ha vuelto a casar. Algo se rompe dentro de nuestro héroe, como una oscura premonición de lo que se le venía encima. Y toda la maquinaria del absurdo. El absurdo kafkiano. Entre la protagonista de Tess, la de los d'Urberville y la bella Betsabé de Lejos del mundanal ruido, elijo la segunda. Resulta curioso que un escritor tan pesimista como Thomas Hardy, que llegó incluso a desconfiar de la novela como forma de conocimiento humano, llegara a crear en la figura de Betsabé un esperanzador paradigma de sutil rebelión, de lucha interna entre su sentido de la independencia y su dolorosa entrega a las convenciones sociales de su tiempo. Una heroína victoriana con mil matices. Y hablando de heroínas, una por antonomasia: Ana Karenina. La princesa del adulterio. La desesperación amorosa hecha carne. Toda la materia conflictiva, tantas existencias a la deriva, las concentró Tolstói en ese instante prodigioso de la construcción novelística en que nuestra protagonista, en el último minuto de su vida, no tiene ya tiempo de volverse atrás. Ese instante supremo de lucidez inútil. Pasemos página. Centrémonos ahora en el joven Nick Adams de Los asesinos. Es la hora de su madurez. Ahora tiene que descifrar los monosílabos de sus patibularios interlocutores. Hay una víctima que hay que evitar que lo sea. Hacia ella corre Nick para alertarlo. Pero la víctima decide esperar. Donde termina la pieza maestra de Hemingway, empieza el homenaje que Borges le rinde con el título La espera. Otro Nick. Pero éste se apellida Carraway. Siri Hustvedt escribió que toda la verdad de El gran Gatsby ya se puede vislumbrar en las palabras que el padre de Nick le dice: algo así como que tenga presente siempre que no todo el mundo ha tenido sus mismas oportunidades. Absolutamente de acuerdo. Carraway intuye detrás del vulgar sentimentalismo de Jay Gatsby una existencia pletórica de enigmas a la que apenas puede rozar. En la vivencia de esa distancia estriba toda la verdad y la belleza que atesora el narrador. Carraway no juzga, observa con esa mezcla de ironía y romanticismo la misma que empleaba Scott Fitzgerald para mirar a su alrededor. Al sur, durante buena parte de los sesenta, una mujer en Argentina nos atrajo con ese poder que tienen algunos seres para sembrar la fascinación más irracional. Hablo de Alejandra, la atormentada heroína de Sobre héroes y tumbas. Fue la metáfora de Argentina para algunos. Para los adolescentes entrados en años, menos exigentes en dictámenes sociológicos, fue la mujer con la que nos hubiéramos perdido en un viaje sin retorno. Con Teresa, la pija bienintencionada de Juan Marsé, no sé qué viaje hubiéramos emprendido. Pero como metáfora del equívoco ideológico más sonrojante, a la vez que trágico, me parece una joya de lucidez narrativa y moral. Natalia, la Colometa de La plaza del diamante. Mercè Rodoreda nos la presenta como la Colometa y nos la despide como la señora Natalia. Como tal, es cuando la novela alcanza su clímax, mi clímax: la señora Natalia acaba de despedir su pasado al entrelazar sus piernas con las de su marido al regreso de la madrugada. "Dios atrapa al vuelo a un par de estrellas para salvarlas de nosotros". No sé por qué asocio este aforismo de Elias Canetti con K. Tal vez por ese sentido teológico con que está impregnada la obra de Kafka. Pero K. puede resultarnos casi terrenal: lo encontramos siempre buscando un lugar en el mundo.

Hasta aquí algunas de mis zorras y mis erizos, según la feliz clasificación de Isaiah Berlin. "La zorra sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una importante". (Arquíloco).

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